Recorro hechizado el centro de Madrid a principios del año, bajo el techo de los árboles dorados por la desnudez de un cielo añil que evoca los días más puros de mi infancia. Voy contemplando rostros y edificios, siluetas que cruzan rozando mi silencio, mi antiguo pudor de chico de provincias que no acaba de acostumbrarse a un mundo urbano que dentro de mí se vuelve casi etéreo y, hasta hace unos años, me resultaba inhóspito. Ahora, no obstante, ya empiezo a aclimatarme y la ciudad se me hace más amena, casi familiar diría, más armónica. Mientras voy caminando absorto, suspendido en el rumor aterido de los taxis que avanzan por el Paseo de Recoletos, recuerdo una hermosa columna literaria de Antonio Muñoz Molina en la que esboza, usando diversos estratos temporales, un melancólico rostro de Madrid que a mí me parece cálido y cercano en las circunstancias especiales que ahora vivo. El tiempo es a veces tenue, circular, y rueda en nuestro interior con la ternura de una canica pequeña entre la nieve. Mi relación con la literatura de Muñoz Molina es muy singular, siempre fue positiva, inmensamente placentera. En algunas novelas del escritor ubetense de distintas maneras he hallado mi universo, un feliz microcosmos donde me he reconocido y por el que el que he deambulado a gusto, en sintonía con el resplandor que fulge en las palabras, en las frases jugosas, cargadas de emociones e ideas sugerentes, tersas, luminosas, que componen unos textos de belleza rutilante.

Llegué al universo de Antonio Muñoz Molina hace ahora tres décadas, cuando me adentré gozoso en su opera prima, Beatus Ille, una novela de una calidad literaria portentosa. Unos años más tarde, descubriría feliz en nuevos títulos suyos ideas lumínicas, rincones emotivos, de cálido lirismo, en los que llegué a encontrarme como en casa. Esto ocurrió después de un tiempo breve. La primera vez que habité con mis sentidos las plazas, las nubes, los ocres y los sonidos, los olivos y las torres, la luz de El jinete polaco, la novela esencial del gran escritor jiennense, experimenté un indescriptible gozo, la sensación de estar dentro de un mundo de una singular y poética belleza que había conocido hacía ya mucho tiempo y seguía, de algún modo, fluctuando en mi interior. Tras la primera lectura de este libro, se me quedaron adheridas varias imágenes, pero quizá la más perturbadora por su belleza olorosa a barro y musgo es la de los viejos braseros de picón que calentaban las casas en otro tiempo, a la hora en que el viento gélido e invernal lamía como un perro ventanas y postigos de un pueblo del sur rodeado de montañas. Ningún escritor ha sabido dibujar el frío de la infancia, el vaho matutino de las bestias cruzando caminos aún escarchados hacia un olivar borrado por la niebla, el vaho de los montes, la dignidad sublime de la gente sencilla que se dedicaba al campo, como Antonio Muñoz Molina hace en las líneas de El jinete polaco y El viento de la luna, otra novela suya memorable, con un bellísimo estilo literario.

Uno busca en los libros, al menos a mí me ocurre, algún trozo de luz, un resquicio diminuto de claridad ya perdida, algún guijarro de caminos pisados, en los que reconocerse. De la bibliografía densa y abundante del escritor ubetense, toda ella de una calidad literaria inmarcesible, en la que sobresalen títulos ya clásicos como el Invierno en Lisboa o Sefarad, yo destacaría, no obstante, esa parcela en la que dibuja con delicadeza y ternura emotiva el mundo de su infancia, un universo rural de aliento épico, donde muchos lectores aún nos reconocemos.

La luz de Madrid en el parque del Retiro tiene esta mañana un olor de muselina y sábanas limpias colgando a la intemperie. Al pie de unos setos brotan dos torcaces y en su vuelo descubro un rumor de mi niñez: las alas del cielo abriendo el encinar. Me gustaría tropezar en este instante, bajo esta mañana líquida de enero, con Antonio Muñoz Molina por mostrarle mi inquebrantable y honda gratitud, mi admiración más sólida y sincera. En estos momentos de tanta flacidez moral e intelectual a nivel político, cuando hay tanta orfandad de referentes éticos (la corrupción rebasa el horizonte), la figura serena del escritor jiennense es para mí un modelo al que aferrarme para no diluirme en una sociedad donde hoy, por desgracia, no hay valores sólidos. Mientras piso las hojas amarillas de un Madrid que exuda en mi entorno un sonido azul metálico, pienso en Muñoz Molina, en su universo literario magnífico, poblado de raíces que me atan a un mundo sencillo que perdí y al que sigo adherido, no obstante, convencido de que la belleza de una obra bien escrita, en mitad de la niebla económica y social que a diario nos hiere, aún puede protegernos de la incultura cerril que nos rodea ensanchando conceptos hoy debilitados como son la empatía, el amor, la dignidad.

* Escritor