Tengo por norma no opinar de aquellos temas en los que mis palabras pudieran malinterpretarse. Por eso, en los casi veinte años que llevo escribiendo esta columna, es raro un artículo sobre universidades. Pero lo que está ocurriendo en las universidades catalanas es necesario denunciarlo.

La violencia desatada por un grupo, controlado o no, de independentistas con la excusa de la sentencia del Tribunal Supremo es inadmisible, y sólo posible por la dejación de funciones de los que tienen la responsabilidad de garantizar el ejercicio de los derechos básicos de la ciudadanía: en primer lugar, la Generalitat de Cataluña y, subsidiariamente, el Gobierno central. En cualquier democracia se garantiza el derecho a la libertad de expresión y el de ejercicio pacífico de manifestación, pero no el ejercicio irrestricto de ambos: ni es posible decir cualquier cosa, pues el límite es el honor, la imagen o las creencias de otros; ni el derecho de manifestación se puede consentir si se vulnera el derecho de los demás a la libre circulación o al trabajo, si se atenta contra la autoridad o las propiedades ajenas.

Y si la violencia consentida por la Generalitat es inadmisible, lo que está ocurriendo en las universidades catalanas es, sencillamente, vergonzoso.

De vergüenza, en primer lugar, para esos estudiantes que boicotean las clases por lo que implica de cerrazón totalitaria. Los estudiantes encapuchados de la Pompeu o de la Universidad de Barcelona son tan totalitarios como el general Millán Astray que dicen que gritó, en el otoño del 36, aquel «¡Viva la muerte!» en Salamanca, con el que quería glorificar la violencia frente a la razón, pues los estudiantes independentistas, con sus hechos, están gritando «¡Viva la ignorancia!» como si sus ideas políticas justificaran la estupidez. De ahí a la quema de libros como la que organizaron los estudiantes nazis en 1933 hay sólo un paso.

En segundo lugar, debería darles vergüenza a los profesores y profesionales de aquellas universidades que están consintiendo hacer de ellas instrumentos al servicio del independentismo, sin pensar que la Universidad es un espacio de conocimiento, de debate abierto y de libertad, en el que todas las ideas se pueden exponer, pero según unas reglas racionales, y nunca bajo la presión de la violencia o la coacción. La aceptación por parte de una mayoría de los profesionales de las universidades catalanas del uso al que les están sometiendo los independentistas es tan vergonzoso como el manifiesto de los científicos alemanes de 1914, o el silencio ante las purgas de profesores judíos en la Alemania nazi. De este silencio a una «ciencia catalana» y a la pureza política para las provisiones de plazas hay también sólo un paso.

Es de vergüenza, en tercer lugar, la actuación de los órganos de gobierno de las universidades públicas catalanas rebajando las condiciones académicas para que los estudiantes puedan ejercer de violentos. Es una irresponsabilidad, pues supone convalidar la expresión de un derecho, el de manifestación, por la adquisición de competencias y conocimientos. Es, además, irracional, pues ¿alguien podría su vida en manos de un médico que hubiera cursado anatomía en una protesta? Más aún, ¿qué mensaje educativo se está lanzando a los estudiantes si sus decisiones no tienen consecuencias? En el mundo real, cuando se hace una huelga, no se cobra el sueldo. De ahí a que sea mérito académico haber estado en una barricada para obtener un título hay sólo un paso.

Y, finalmente, es de vergüenza la actuación de los rectores de las universidades públicas catalanas que están consintiendo todo esto con negociaciones con los violentos y medias palabras, olvidando que su primera obligación es garantizar los derechos de los que sí quieren ser universitarios.

El problema de Cataluña como sociedad es una enfermedad grave que se llama nacionalismo. Una enfermedad que, en su momento actual, empieza a cursar en su forma más mortal para la democracia: el totalitarismo. Un totalitarismo vergonzoso ante el que no caben medias tintas.

* Profesor de Política Económica. Universidad Loyola Andalucía.