E El desarrollo tecnológico, el big data y sus eficacísimas vanguardias de algoritmos maravillan al mundo de inmediato: una nueva era, transparencia, conocimiento y libertad rápidos. Pero pronto esa herramienta planetaria que llamamos internet es tomada por las empresas «que la hacen migrar desde protocolos de fuente abierta hacia servicios privados operados por grandes compañías tecnológicas que obligan a los usuarios a depender de sus plataformas», según escribe el abogado y experto en el mundo digital, Gonzalo Suárez, para hacer real, eficiente y más lucrativa la globalización ideológica y económica.

Así, en pocos años el mundo está abocado a la digitalización o la muerte. Designio y destino cumplidos; el planeta tiene que ser así: una unidad de consumidores, logística y viaje alimentados por nuestras pulsiones, emociones y caprichos que la red captará a través de nuestro móvil y procesará para devolver nuestros deseos como caricias en forma de mercancía.

El hombre del momento, después de 15 años, continúa básicamente satisfecho con lo que le ofrece el teléfono, el supermercado, las compañías aéreas de bajo coste y los largos listado de músicas y series televisivas. Pero las sociedades hace tiempo que empezaron a resentirse. Primero fueron las ideas desplazadas por otras que traen nuevos valores; a continuación son nuestros estados e instituciones públicas y privadas las que se resquebrajan y, recientemente, crece entre nosotros un estado de ofuscación y malestar del que intentamos deshacernos buscando culpables.

El mundo empieza a parecernos como una amenaza; los estados una antigualla; los políticos unos ineptos y corruptos. Y Europa para qué. Pero son pocos aun los que se detienen a indagar sobre la responsabilidad que pudiera tener en esa angustiosa inseguridad que les agobia ese ejercito tecnológico que viaja y se impone desde la única nave nodriza que llamamos Internet. Algunas élites políticas e intelectuales; profesores universitarios, ciertos tecnólogos y nuevos empresarios comienzan a hacer relato de sus defectos y peligros; sus consecuencias dañinas para la intimidad y nuestro libre albedrio bajo control. Ojalá estas primeras olas de claridad y rebeldía se extiendan y comencemos a abrir debates sobre los grandes hallazgos (milagros) que se nos presentan casi cada mes. Porque no se trata de detener la velocidad del algoritmo, enjaular el talento y frenar imaginación del hombre del momento, sino de reflexionar sobre el alcance de sus creaciones y osadías.

Hasta hace bien poco tiempo eran los novelistas e inventores quienes se ocupaban del mundo futuro; hoy cualquier joven avispado puede idear un negocio universal en un húmedo garaje y lanzarlo desde él. Lo perturbador no es la creación, sino que la mayoría de esas nuevas luces vengan animadas por el interés económico o de poder. Y, que casualidad, todos sin excepción aspiran a ser únicos: ser Uno.

Así pues, nos llevan a un mundo sin intimidad; un mundo controlado y de libertad vigilada; un mundo sin bancos; un mundo sin dinero (solo plástico), un mundo sin sindicatos; un mundo dominado por la telaraña tecnológica que humilla y conquista a las empresas; un mundo, en definitiva, sin regulación y con escasos controles

Pensar, reflexionar, hablar, discutir y buscar nuevos caminos en las infinitas veredas que nos dibujan el nuevo talento del mundo puesto a disposición del hombre, debería ser la aplicación principal del ciudadano consciente. Porque lo Único, como la Verdad o la Pureza son abstracciones que a todos nos deberían dar miedo.

* Periodista