Tristeza; profunda, adobada con una pizca de amargura, hebras de indignación y toneladas de impotencia. Fue lo que sentí una mañana cuando en mi camino diario hacia la facultad pasé por donde hasta hace solo unos meses podían verse aún los restos del malparado arrabal emiral de Saqundah, y me encontré con el espacio colmatado de nuevo, y sobre él un escenario al servicio del Festival Internacional de Experiencias Ríomundi 2018. Hablo a título personal, sin que ello implique que devolver el yacimiento a la tierra después de una década criando jaramagos haya sido lo peor que le haya podido pasar, o que tal medida pueda haberlo menoscabado desde el punto de vista científico, pero la imagen fue para mí un impacto emocional en toda regla, cruel metáfora del lugar y la consideración reales que las administraciones responsables han venido otorgando a nuestro acervo arqueológico; símbolo inequívoco de la ciudad del presente; muestra tangible y un poco surrealista de un modelo de cultura basado en el puro entretenimiento, en simple -y por supuesto respetable- espectáculo, que en este caso lucía como valor añadido un hermoso traje de la marca interculturalidad. Sin duda, el día que explicaron en los centros educativos de toda España aquello del Panem et circenses no faltó a clase ni uno solo de nuestros políticos. Los romanos ya descubrieron, pragmáticos en éste como en tantos otros aspectos, que la mejor fórmula para que la gente no resulte un problema es mantenerla ignorante, con la barriga llena y bien entretenida. De ahí que la inmensa mayoría de los ayuntamientos de España, con independencia de su color y muy pocas excepciones, se hayan convertido en promotores de festejos en detrimento de la cultura global, de la educación para crear criterio, del criterio entendido como factor de integración y no de exclusión, del aspirar más alto en lugar de quedarnos siempre en lo elemental, lo fácil y confortable.

No volveré de nuevo sobre lo que representa para la historia universal el arrabal de Saqundah; ni mucho menos me regodearé en la certidumbre de que por este camino terminaremos, antes o después, desvirtuando la esencia de Córdoba, convirtiéndola en un erial para instalar más y mayores escenarios mientras el nivel cultural de su población se empobrece. Pero sí querría recordar la oportunidad única que habría supuesto prolongar el eje patrimonial que focaliza la Mezquita Catedral al otro lado del río; promover a partir de Saqundah un centro de interpretación de la ciudad monumental, incluidos su esplendorosa etapa islámica y los arrabales, que tanto representaron para la megápolis Qurtuba, Luz de Occidente, madre y matriz siempre e injustamente menoscabada. Ojalá el anuncio hecho desde el Ayuntamiento de destinar el 1% del presupuesto anual a la investigación, conservación y difusión de nuestro maltrecho patrimonio arqueológico, la redacción de un plan director y la creación de un observatorio permanente signifique el inicio de una nueva etapa para Córdoba, aun cuando estemos infinitamente más necesitados de estudio, interpretación y puesta en valor que de excavación; pero como iniciativa no puedo sino aplaudirla. Confiemos en que llegue a buen término. Ya es hora de que Córdoba deje de negarse a sí misma.

Hace algunas semanas viajé a Mérida para impartir la conferencia inaugural de Emerita Ludica, un festival de recreación histórica en el que los emeritenses de a pie hacen la arqueología suya y, orgullosos de su pasado, salen a la calle para mostrar al mundo cómo fueron un día, cuáles son sus señas de identidad, qué los define como pueblo y como cultura. Es una iniciativa marcada por la lógica interna, si tenemos en cuenta que en Mérida la gestión del patrimonio recae en manos de un organismo único: el Consorcio de la Ciudad Monumental, Histórico-Artística y Arqueológica, con una plantilla de casi cien personas; que cuentan con un Museo Nacional y varios locales; que tienen en su haber un Instituto de Arqueología dependiente del CSIC centrado en la investigación arqueológica; que su red de centros de interpretación y de monumentos visitables es excepcional, o que su festival de teatro clásico reúne cada año a lo mejor de la escena española y convoca a miles de personas. Son solo algunas pinceladas del mejor sistema de gestión patrimonial y arqueológica de España, que aborda la ciudad de Mérida como un todo.

De ahí su éxito y su longevidad, quizás porque fue consensuado para durar al margen de colores y ciclos políticos. Un modelo de referencia, global, participativo y sostenible, que de partida podría servir como espejo en el que mirarnos. Son tantos años clamando en el desierto por que algo así sucediese, que solo aspiro a no ver que se nos escapa una vez más como agua entre los dedos.

* Catedrático de Arqueología de la Universidad de Córdoba