Lo ocurrido con las primeras salidas programadas a la calle tras casi dos meses confinados, da para mucha reflexión y también para importantes cuotas de cabreo. Es más que comprensible el ansia por respirar aire nuevo, estirar las piernas o ver algo más allá de la ventana; pero no que muchas personas se hayan saltado o se salten las normas a la torera principalmente en ciudades que son foco de contagio, poniendo en peligro a los suyos y al resto de sus conciudadanos. Es cierto: no somos Alemania, ni Suecia ni Suiza. Quiero decir que aquí carecemos del sentido del orden y la disciplina, la educación cívica o la responsabilidad colectiva que tan desarrollados están en esos países. Nosotros somos del sur, anárquicos, indisciplinados, vividores, individualistas e ingobernables, chulos; y encima presumimos de ello. Obviamente hablo de una parte de la población, que, a la vista está, carece de cualquier dosis de sentido común; porque es de verdad preocupante el índice de descerebrados que nos rodea, cuando pandemias así sólo pueden ser doblegadas mediante acciones conjuntas, con unidad de criterio, generosidad de carácter, prudencia y mucha disciplina. Estremece la voz de algunos sanitarios tras asistir, atónitos, a situaciones extremas; también absurdas: los mismos que estaban saltándose a la torera la distancia social saldrían después a sus balcones a aplaudirles, como cada tarde. ¿Se puede pedir mayor contrasentido? Son ellos los que después han de jugarse la vida para salvar a quienes no hicieron nada para protegerse, proteger a los suyos o poner en riesgo a otros, regalándoles de paso excusas a los políticos; y ya sabemos que errores así traen consecuencias terribles. No es de extrañar por tanto que muchos sintieran vergüenza, además de una más que justificable ira. Este país está repleto de grandes personas, cívicas, educadas, responsables, altruistas, constructivas y muy solidarias. ¿Por qué han de ponerlas en peligro cuatro idiotas?

No se deberían autorizar más pasos en la desescalada progresiva del confinamiento sin contar antes con tests universales que confirmen el número de contagiados y permitan actuar debidamente y en consecuencia. Del mismo modo, habría que vigilar las salidas de carácter lúdico e incrementar las sanciones contra quienes, irremediablemente, se pondrán el mundo por montera como siempre han hecho y podrían acabar provocando un rebrote capaz de hundirnos aún más en el abismo. El todo vale que por desgracia se había apoderado de nuestra sociedad antes de la llegada del covid-19 ha de quedar guardado en el fondo del más hondo de nuestros armarios junto a otras muchas actitudes similares, para volver a la vida reforzados moralmente, con nuevos bríos, más altura de miras, muchas ganas de pelear y una gran conciencia colectiva de estar participando en algo grande, que nos compete a todos. Habrá que ayudar a mucha gente, cierto, pero también intentar huir de la fidelización subsidiaria a la que estamos tan habituados, incentivar el empleo, combatir la economía sumergida, repartir cargas. Da pánico pensar en la debacle económica que se nos avecina, en las medidas que podría adoptar para enfrentarla el populismo salvaje imperante. ¿Cómo no entender la desazón y la angustia ante la que puede caerles encima de esos millones de personas que han trabajado como bestias durante décadas, ahorrado un poco y acumulado algo de patrimonio para vivir sus últimos años con ciertas garantías? Es tarea imperativa común que razón y equilibrio se impongan sobre ideologías; evitar que, como siempre, paguen sólo los mismos, paradójicamente aquéllos que lo hicieron bien.

Son momentos dramáticos, en los que nos jugamos demasiado. Lo expresa muy bien una buena amiga, de profesión sanitaria, que lleva muchos días combatiendo en primera fila, contra el covid y sus propios miedos: «Miedo a un mundo que no me gusta ni es el mío, de individuos que no de personas, de zombies, autómatas, robots con mascarillas. Y una de las cosas que más me preocupa es la cantidad de sonrisas que nos vamos a perder o no podremos ofrecer. Cuando después de darlo todo por perdido, estar hundidos en la desesperación, o invadidos por la pena y la tristeza, alguien nos sonríe o consigue hacernos sonreír, puede estar salvándonos la vida. La sonrisa es una herramienta vital, la manera de expresar que nos alegramos de la presencia de otra persona y deseamos su felicidad, que invita y genera reciprocidad de manera automática. Este maldito virus nos ha robado la libertad manteniéndonos en arresto domiciliario, y, como si no tuviese bastante, nos obliga a llevar una máscara que esconde la curva más bella del ser humano: la sonrisa. Tengo miedo a un mundo sin humanidad». Profundas palabras, que deberíamos tener muy presentes para que, cuando vayamos saliendo por fin a la calle, evitemos actitudes como las vividas recientemente.

* Catedrático de Arqueología de la UCO