La liturgia de la Iglesia nos va ofreciendo a lo largo del año tres hermosos paisajes sobre la vida de Jesús de Nazaret: su nacimiento en Belén, preparado por los cuatro domingos de Adviento; su pasión, muerte y resurrección, con una intensa preparación durante los cinco domingos de la cuaresma; y su vida pública, que se nos presenta a través del Tiempo Ordinario, coincidiendo con la época veraniega. Cristo nos anuncia su evangelio y los valores de su reino a través de una predicación intensa por campos, pueblos y aldeas, o subido en una barca a orillas del mar, en contacto directo con la gente. Y lo hace siempre con un lenguaje claro y sencillo, con numerosos ejemplos o parábolas, planteando cuestiones en preguntas directas a sus discípulos, respondiendo a las cuestiones que se les van planteando, o con tantos hechos y acciones que claramente «superan las fuerzas de la naturaleza» y que calificamos como milagros. Jesús predica y el pueblo le escucha. A veces, sus palabras están fuertemente enlazadas con las realidades cotidianas o con las enfermedades o con las carencias más elementales de las gentes como el hambre y la sed. A veces, sus expresiones son más duras, más vehementes, no fácilmente inteligibles, como las que se proclaman hoy, en este domingo, en el evangelio de Lucas: «He venido a prender fuego en la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviese ardiendo!». En un estilo claramente profético, Jesús resume su vida entera con estas palabras insólitas: «Yo he venido a prender fuego en el mundo...». ¿De qué está hablando Jesús? El carácter enigmático de su lenguaje conduce a los exégetas a buscar la respuesta en diferentes direcciones. En cualquier caso, la imagen del «fuego» nos está invitando a acercarnos a su misterio de manera más ardiente y apasionada. El fuego que arde en su interior es la pasión por Dios y la compasión por los que sufren. Jamás podrá ser desvelado ese amor insondable que anima su vida entera. Su misterio no quedará nunca encerrado en fórmulas dogmáticas, ni en libros de sabios. Nadie escribirá un libro definitivo sobre él. Jesús atrae y quema, turba y purifica. «Nadie podrá seguirlo con el corazón apagado o con piedad aburrida». Su palabra hace arder a los corazones. Se ofrece amistosamente a los más excluidos, despierta la confianza en los pecadores más despreciados, lucha contra todo lo que hace daño al ser humano. Nada ni nadie puede encadenar su libertad para hacer el bien. Nunca podremos seguirlo viviendo en la rutina o en el convencionalismo de «lo correcto». La hermosa y crujiente página de san Lucas nos transmite con fidelidad la misión de Cristo en el mundo: «Yo he venido a prender fuego...». Jesús utiliza de forma simbólica el signo del fuego. El fuego al que se refiere Jesús no es el fuego material, sino el fuego del amor, el fuego del Espiritu, el fuego del bien, de la verdad y de la paz. Por eso puede decir que ojalá el mundo estuviera ardiendo ya. Es el deseo de que el plan de Dios se haga realidad. ¡Cuántos mensajes en las celebraciones litúrgicas de este Tiempo Ordinario! El de hoy domingo, a primera vista desconcertante, es llamativo y apremiante. No es fácil. Pero, como decía Teilhard de Chardin, «una noble dificultad ha fascinado siempre a los hombres».

* Sacerdote y periodista