Con hábil regate la medicina moderna parece haber burlado a la selección natural. Ya no somos precarios albergues donde alojar por un breve tiempo (el lapso de nuestras vidas) a unos genes que, milenarios pero impacientes, viajan de cuerpo en cuerpo. Una vez transmitida nuestra carga genética, acabada también la crianza de los hijos, permanecemos aún en pie, de media, otros treinta años. Nuestra existencia ha quedado así dividida en tres segmentos de pareja longitud: un tercio sin hijos, otro con hijos y otro -y esta es la novedad- de nuevo sin hijos. Hoy en día quienes mediamos los cincuenta disponemos aún de un tercio de vida por delante: un territorio que nuestros ancestros, muertos al poco de dejar la edad madura, apenas tuvieron ocasión de explorar. Ahora, en cambio, cuando los hijos se marchan y en el columpio ya mohoso del jardín tan solo se balancea el viento, arrojamos intrépidos nuestras carabelas a un océano desconocido. Nos sentimos al borde de un nuevo comienzo.

Con una diferencia: no partimos ya de cero. Hace años, entre los biberones del insomnio, fantaseábamos con lo estupendo que sería empezar otra vez nuestras vidas con la caja de herramientas de la experiencia acumulada. Pensábamos que con tal utillaje desactivaríamos el campo de minas de todos los errores cometidos. Pues bien, la ciencia nos ha dado esta segunda oportunidad. Estamos aquí, de nuevo sin hijos, más sabios que antes. Es cierto que el cuerpo no acompaña de igual modo, y que la cálida luminosidad con la que el deseo sexual impregnaba el paisaje ha rebajado sus tonos. Pero hay algo entrañable en esta acuarela de ocres y grises en la que las farolas de los bulevares dibujan a nuestro alrededor sombras fugaces. La ironía puede ser fuente de goces inagotables. ¡Y, además, no es cierto que nuestros hijos se hayan ido del todo! A veces suena el teléfono, tropezamos con nuestra impaciencia y, cuando al fin descolgamos, allí está esa voz tan familiar que a mil kilómetros de distancia pregunta por nuestro colesterol. Ese desvelo casi paternal en la voz de nuestros hijos nos emociona de un modo que tal vez ellos solo entiendan de aquí a otros treinta años.

¿Se me habrá ido la mano en los dos párrafos anteriores? Los releo y pienso que no desentonarían en un libro de autoayuda para ancianos en ciernes. Puede que haya exagerado un poco, sí, y que los avances de la medicina, lejos de ralentizar nuestra obsolescencia, tan solo hayan dilatado nuestra agonía. En mi entusiasta y algo genovesa imagen de un océano por el que navegar tal vez no haya reparado en el estado real de las carabelas. Quizás los treinta años de aventuras marítimas sean tan solo treinta años de un declive en el que las llamadas de los hijos se vuelvan cada vez más frías, y en el que una de las cadenas del columpio se descuelgue por fin en mitad de la noche. En lugar de una inteligencia esclarecida por la experiencia, tal vez nos aguarde un osario de prejuicios calcificados; no una sensibilidad abarcadora, sino la espantosa y muda incapacidad de sentir. Insomnio, dolores, el lento derrumbe de lo que fuimos. Y eso contando con que algún acontecimiento fuera de guión no acabe de pronto con todo, diluyendo para siempre nuestras vidas en un fundido en negro.

En esta disputa entre nuestros cuerpos cromañones y la biotecnología de vanguardia, no sabemos quién llevará la ventaja. Es probable que de un modo callado la selección natural -a quien tan pronto dimos por muerta- esté haciendo ya su criba, y que solo retrospectivamente sepa cada uno de nosotros si logró atravesar o no su exigente cedazo. Esta molestia en el codo puede ser un episodio pasajero, pero también el comienzo de nuestro propio e intransferible viacrucis. Como al asno de Buridán, una disyuntiva parte en dos nuestro camino. Con una diferencia frente al asno: no tenemos que elegir; sin que nuestra voluntad haya intervenido -o sin la parálisis de la indecisión-, avanzamos ya inexorablemente por uno de los ramales. Solo algo hay seguro: que, si recorremos el sendero equivocado, no habrá otra ocasión para volver atrás y comenzar de nuevo.

(¿O tal vez sí? Me imagino escribiendo dentro de diez años un artículo titulado El último cuarto; y siete años después otro llamado El último quinto; y cuatro años más tarde El último sexto… y así hasta el infinito, en una carrera trucada en la que Aquiles -o la muerte- nunca dará alcance a esa correosa y astuta tortuga en la que para entonces me habré convertido).

* Escritor