La voz de Patxi Andión se queda con nosotros, con todo su amasijo de palabras minerales y líquidas. La voz ronca y viril que nos anuncia la llegada a un tiempo de ternura en claroscuro, entre la esperanza de vivir y la certeza desnuda de que el tajo nos espera al borde del camino o en una carretera. Cuando le escuchabas cantar, cuando le escuchas, Patxi Andión era un hombre que emergía casi de una piedra en carne viva, casi de la tierra en la sustancia de un amanecer de cumbres líricas. Hace menos de un mes presentó en la sala Galileo Galilei de Madrid su disco La hora lobicán. Fue un concierto extraordinario, uno de esos momentos de la vida en que la ocasión culmina el ser. Fue un concierto fantástico: dos horas al pie del escenario, variando de registros y alternando el nuevo repertorio y el de siempre, de negro impoluto y con un ejército de guitarras con toda la mar detrás. El Galileo estaba lleno mucho antes de empezar, y ya se presagiaba que iba a ser una de esas noches memorables con que se adornan con orgullo las fotografías de la entrada. Había un aire de época entre las mesas, en la platea de arriba: no era solamente Patxi Andión quien se reivindicaba a sí mismo en el concierto, sino también un público entregado el que reclamaba su aquí y ahora. Una gente que ha crecido con las canciones de Patxi, que han creído en un mundo que ahora parece abocado a diluirse por el sumidero de la desesperanza civil. Sin embargo, esa noche vibramos, aplaudimos como siempre, especialmente cuando salieron sus hijos Íñigo a la guitarra y Jon a la voz poética, para cantarse y recitar primero un tema ellos dos, y luego unidos ya a Patxi, el padre y sus dos hijos, en una canción tierna convertida en todo un monumento de tejidos salvajes, delicados y eléctricos, porque la corriente recorrió la sala con los tres Andión unidos en ese único canto, en una única letra de esperanza y amor. Esa sustancia íntima y discreta, pero honda de matices y detalles casi resplandecientes en los ojos, el amor verdadero, de los hijos al padre y del padre a sus hijos, de la madre que estaba, como siempre, muy cerca, se respiró esa noche en la sala Galileo de Madrid. Se sigue respirando y se respira.

El trato con la muerte no tiene solución. Cada vez que nos llega nos arrasa, cada vez que nos toca con su mano fatídica no solo nos recuerda que el próximo podemos ser cualquiera de nosotros, sino que nos sacude la existencia, nos abrasa la luz de las semanas siguientes. Yo conocí a Patxi hace diez años: nos presentó el periodista y poeta Rodolfo Serrano. A través de las manos de Rodolfo siempre me han llegado cosas buenas, largos escenarios de amistad, y el abrazo con Patxi fue inmediato. También con su hijo Jon, uno de los poetas jóvenes o quizá el poeta joven en que más creo, autor de una poesía que mantiene ciertos puntos en común con las letras del padre: un cierto gusto por el juego verbal, por la singularidad de cada palabra en su sonido y en sus significados. De alguna manera, el mejor castellano de los cantautores de antes y después de la Transición está en las letras de Patxi. También con Íñigo, que hace apenas dos meses dio un concierto definitivo en El Intruso Bar, con unas letras de fiebre en el lenguaje que nos hace vibrar. Y Marco, el otro hermano, que en el gesto y la acción es un hombre que acerca. O Gloria, la esposa y la madre, que es una mujer cuya presencia ya te está abrazando antes de tocarte. En fin. Gente fantástica. Gente golpeada de la peor manera en los peores días.

He sentido en el alma la muerte de Patxi Andión. Tengo 43 años y estoy cansado ya de escribir esto. Gente que se va, que se nos queda dentro en la mirada y la respiración. He visto a Patxi sobre el escenario, me he comido su excelente arroz en la torre más alta de los sueños, allá donde en La Latina es posible tocar el cielo de Madrid. He disfrutado hablando con él de poesía. He visto sus películas. Pero cuando me demostró que estaba hecho de otra pasta, que era el maestro de la verdad y el cariño, fue viéndolo hablar de guitarras grandes y chiquitas con un niño de dos años y medio, explicándole que las tenía en su casa y que un día las iban a tocar juntos. Nunca he visto a Patxi Andión -que ha sido y sigue siendo grande- tan grande como en ese momento, que se queda dentro de nosotros.

Patxi fue feliz en Córdoba, con Rikardo González y en Cosmopoética. Y antes, en los sesenta, cantando en El Carmen, rodeado de velas encendidas, con esa voz quebrada hacia la eternidad.

* Escritor