Churriana, 15 de agosto del 99. Para que se montara en el coche, él le dijo que iban a una boda a Fuengirola que iba a estar muy graciosa, pero iba a lo suyo. Se fugaron juntos con lo puesto, más dos cajas de genero textil de batas de señora mayor que siempre llevaba en el maletero por sí las moscas. Llegaron a Zahara de los Atunes. Cogieron una habitación en la calle La Almadraba y al día siguiente él se levantó temprano y le dijo a ella: «Espera aquí, no te levantes que voy a la esquina y vuelvo al instante». Se puso un traje de chaqueta precioso de color beige y así de bien vestido se echó al brazo su montón de batas de crespón de señora mayor y salió a buscar la vida. Caminó por el pueblo de casas bajas y tocó a las puertas pregonando como un afilador: «¡Venga niña, bocadillos de morcilla de cebolla gratis!» (tenía que llamar la atención para que abrieran la puerta). Escuchó una voz que decía con ese acento de Cádiz lleno de vida: «¿Quiene eze con un trae bei regalando bocaíllo de morzilla?». La cosa es que esa mañana vendió muchas batas a ochocientas pesetas cada una, por lo que volvió a la habitación con 30.000 pesetas en los bolsillos bajo la alegre y satisfecha mirada de ella por no haberse casado con un perro desaborío. Quizá sea ese dinero del que él se sintió más orgulloso en toda su vida. Ya todas las mañanas se ponía su traje y vendía las batas y a la vez iba pagando la habitación del hotel Gran Sol. Una tarde vio pegado en un muro un cartel a mano que decía: «¡Bar el Vapor! ¡Gran festival flamenco!». Dio con el lugar, entró y preguntó si podía cantar en dicho evento y el camarero dijo que sí pero que no era seguro que cobrara y que podía tocarle la guitarra el que vendía churros en la esquina. El churrero era un fenómeno y rápidamente se compenetraron cantando rumbas y boleros de Bambino y Manzanita. El jueves noche cantó en la plaza junto a vecinos de ese pueblo marinero a los que les rebosaba el arte y que años después los volvió a ver por televisión en una escena de la película Atún y Chocolate. Lo más gracioso fue cómo lo anunciaron al público: «¡Y ahora, con todos ustedes, procedente de Córdoba, va a deleitarnos El de los Bambos!» (refiriéndose a la venta matinal de batas de señora mayor que ya lo había hecho famosa en el lugar). Empezó a cantar muy bien y la gente estaba encantada pero cuando más a gustito se sentía, desde arriba del tablao vio como un gaditano con aspecto de galán de cine le estaba tirando los tejos a su novia por la cara y quiso terminar la canción antes de tiempo para bajar y poner orden con el mendas aquel. Pero en ese momento, de repente, un hombre mayor muy borracho con una gorra blanca de marinero mal puesta que se había subido al escenario para bailar, perdió el equilibrio (normal con la mona que llevaba) para caer justamente encima de él, con lo cual, el caos se apoderó del cuadro flamenco con el cantaor en el suelo, el guitarrista marchándose cabreado por el golpe que se dio la guitarra y el borracho en lo alto del cantaor sin poder levantarse. Y todo mientras el gaditano ligón parecía ir a por todas con su recién estrenada esposa. La cosa fue arreglada por una señora mayor de moño andaluz y grandes gafas de vista que empezó a bailar moviendo las manos como el espíritu santo, ocupando así la atención del Don Juan aquel porque era su madre. Al final todo se solucionó; el guaperas no estaba intentando nada indiscreto sino dando compañía sana a una joven que por la timidez típica de las mocitas de vergüenza parecía aislada entre tanta gente. Además, aquel chaval era homosexual. Y así pasaron unos días cada vez más cortos y más felices. Una de las noches, al de los Bambos le dieron vértigos inexplicables. No podía levantarse y se puso muy malo, parecía otra cosa y ella salió a pedir ayuda. Entró medio pueblo a la habitación y aquel homosexual que sabía mucho lo solucionó todo sin ser médico: «Eso es porque a veces no te riega bien el cuello por culpa de las cervicales. Con esta pastilla que reactiva la sangre en nada vas a pegar un bote». Efectivamente a los diez minutos se encontró como un caballo y se levantó a cantar fandangos caracoleros por todo el vecindario como agradecimiento. Esta patología le ha repetido y nunca ha vuelto a dar con el fármaco milagroso porque el nombre lo apuntó en un papel que perdió. Y así fue trascurriendo un precioso, imprevisto y espontáneo viaje de novios que duró diez días. Por la mañana vendiendo batas (ya ella le acompañaba y vendía más que él) y por la noche cantando. Pero llegó el día que solo quedó un bambo por vender y había que volver. Y esa última noche, ya preparando los equipajes para comenzar la vida de casados y la durísima empresa del principio de un abogado sin padrinos, para cambiar los bambos por la toga, tocaron a la puerta de la habitación y eran las diez guapísimas limpiadoras del hotel más nuestro héroe homosexual para que nos fuéramos por ahí y así despedirnos con una buena fiesta. «¡Venga Cordobés, vámonos antes que llegue el mañana!». En medio de las rumbas y el Reggae del chiringuito el Gato Negro, la feliz pareja se apartó un momento de la pandilla de ángeles hasta la playa. Abrazados, no miraron para el horizonte marino. Y no lo hicieron porque la imagen del mar siempre está igual y no suele cambiar. Parece que el ir y venir de las olas confunden al tiempo; miraron en sentido contrario, para ese maravilloso pueblo que sí cambiaria porque las personas no son como las olas. Mejor no volver y así, como el mar, el pueblo no cambiará. En todo caso, gracias a Dios quedan muchos sitios por descubrir. Porque después de casi veinte años la Luna de Miel sigue. Se les acabaron los bambos, pero el amor siempre está empezando...

* Abogado