Pueblo surcado de olivares, de canteras, cipreses y tabernas. Una habitación con las cortinas bordadas en un blanco encalado, casi entornadas, sosiegan la ira del sol agosteño. Un haz de luz se cuela curioso, dibujando, sin quererlo un enjuto cuerpo yacente sobre la cama.

Hecha la silla, el silencio es quebrado por una ronca voz con olor a habano. La clásica silla de enea ofrece un vestido de soledad profusamente cargado de oro, responsabilidades y laureles. De nuevo un profundo silencio, mudo, silencio de diapositivas que pasan por la mente del torero, familia, triunfos, un escalofrío, «qué lejos siento octubre», cornadas. El enjuto torero se incorpora, cual levantando el vuelo, solo vestido con un liviano pantalón de pijama. La fugaz vida de un cerillo, susurra largamente, pidiendo, si cabe, más silencio. El torero enciende una vela y con fervor besa las estampillas religiosas que siempre le acompañan. Le ofrecen un Camel emboquillado y lo acepta con una media sonrisa. Sentado frente a un espejo, profunda es la calada al cigarro de un rostro demacrado en demasía, y con el estigma del asta, que siempre recuerda algunas instantáneas sepias. Profunda la mirada del hombre que danza con la muerte, sus ojos brillantes, hundidos, expresivos. Mirando su otro yo, piensa cómo hubiese sido la vida de otra manera, sin laureles ni cicatrices, una vida modesta en el barrio de la Lagunilla, en un suspiro una lágrima de Angustia y Sino recorre los huesos de su cara. Con la montera ya calada y ajustada la castañeta, una taleguilla cubre unas piernas bordadas en dolores. El gentío va ocupando la recepción del Hotel Cervantes y el torero, ya vestido, parte hacia el coso de sol y sombra.

Nunca se supo qué destino apagó esa vela.

<b>José Antonio Guzmán Pérez.</b>

Córdoba