El paso de la infancia a la adolescencia puede rastrearse por caminos insospechados. Cercano ya el verano, me acuerdo de aquel anuncio playero en el que un perrito tiraba del bañador de una niña, mostrando por contraste ese culito blanco la eficacia del bronceado. Frente al poderoso reclamo del Coppertone, surgía la cartelería de Amity Island, el trasunto de Martha´s Vineyard donde Spielberg filmó su primer pelotazo. Siempre me ha llamado la atención que una isla utilice el genitivo sajón como nombre de pila, y más que un ambiente marino se denomine el Viñedo de Marta, una contrarréplica al Marinero en Tierra de Alberti. Además, ese elitista refugio de los bostonianos puede albergar a exquisitos fantasmas. Pero antes de que John John cayera en picado con su mujer y su cuñada para acrecentar la leyenda trágica de los Kennedy, Spielberg introdujo en los terrores nocturnos la variante del escualo.

Nadie ha superado aquella zozobra de bailar la yenka en la orillita del mar: un pasito para delante en la espuma de las olas, y dos para atrás oteando en la superficie la aleta de un tiburón. Y es en la incertidumbre del baño playero donde se produce la verdadera escatología de la película. Porque el antagonismo no radica tanto entre las comprensibles aprensiones del Jefe de Policía para cazar un tiburón blanco, y el descarnado lobo de mar que es la versión setentera del capitán Acab. La dialéctica surge entre el jefe Brody y el alcalde de Amity Island, llamado el segundo a garantizar por todos los medios la temporada veraniega, que el tiburón no se va a llevar.

Bien mirado, el ministro Illa tiene un cariotipo de Wally; aunque también puede guardar un parecido razonable con Roy Scheider, apuntando desde el mástil semihundido a esa botella de aire comprimido que también se traga ese voraz asesino de hombres. Supongo que al ministro no le desagradaría el comparativo --un alivio tras surfear entre cifras tan negativas-, aunque los manifestantes de este fin de semana tienen todo el derecho del mundo a considerar qué más quisiera él.

Porque en esta analogía Salvador Illa quisiera ser el jefe Brody, y reventar al coronavirus con un buen chute de oxígeno medicinal. La cuestión es calibrar quién le da la réplica inmobiliaria, porque con estos amigos en el Gabinete Ministerial, para qué quiere uno tener enemigos. Aún no entiendo el desdén esnobista de Alberto Garzón con el sector turístico. Por supuesto que queremos un turismo racional y ecológico, pero los que practicaban la metonimia del todo por la parte y categorizaban a todos los guiris en la cepa de Magaluf, ahora se estarán dando con un canto en los dientes mallorquín, igual que los antivacunas salivarán cuando pasen delante los retrovirales del covid-19.

La prudencia debe seguir siendo la máxima que inspire la acción gubernamental. Y el descoque turístico sería a estas alturas absolutamente contraproducente. Podría entenderse la hermenéutica garzoniana en no poder todos los huevos en la misma cesta, pues la diversificación ayudaría a recomponer con más facilidad este estropicio económico. Pero despotricar contra uno de nuestros puntales económicos sería como sumergir en salfumán uno de nuestros principales asideros. El turista es cómodo y atiplado y, más que nunca, necesita sentirse seguro. Sería perverso que, en un reverso de esnobismo, pontificase más por el turismo Paco Martínez Soria y sus Bubba Girls que una progresía en permanente estado de improvisación. A pesar de sus adiposidades y tanta quincalla especulativa, el turismo sigue siendo un gran invento.

*Abogado