Estos días en los que el turismo, nuestra mayor industria, se hunde comprobamos las consecuencias de haber optado por un modelo productivo que podía volverse contingente. Pero quién podía pensar que el eterno sol, el ancestral patrimonio histórico-artístico, las exóticas inveteradas costumbres, la variada gastronomía y la amabilidad de nuestras gentes no bastarían, por causa de una pandemia, para sustentar las enormes inversiones que satisfacen el descanso y ocio de la sociedad de masas. Podía haber sido una guerra o convulsiones políticas lo que haría saltar el modelo, pero fue un virus. No obstante, el covid-19 es un producto también de nuestra sociedad, como lo son la contaminación atmosférica o los accidentes automovilísticos, por lo que me temo que no cambiaremos: el capitalismo ha demostrado hasta hoy que sabe cómo gestionar las crisis dentro del caos. El caos mismo no alcanza a verlo, tal es su miopía histórica. El resultado será el de cualquier crisis: más allá de las bajas humanas, del deterioro síquico y la ruina de muchos sobrevivientes, el capital, que, como dice Galbraith, encuentra un beneficio allí donde detecta (o crea) una necesidad, buscará sus nuevas oportunidades. Apriétense, pues, el cinturón, póngase la mascarilla y sálvese quien pueda.

Yo, por no señalar a nadie, me he ido en esta tesitura, casi huyendo, al campo con un libro de Unamuno como lectura de verano. Y, hete aquí, que me siento en una sombra y abro el libro por el capítulo titulado Ciudad, campo, paisaje y recuerdos donde el intelectual vasco se pregunta «¿Para qué viajan los que viajan? ¿Hay algo más azarante, más molesto, más prosaico que el turista?». Y se ensaña varios párrafos con los que, según él, «viajan por vanidad o por moda;… ese horrible e insoportable turista que se fija en el empedrado de las calles, en las mayores o mejores comodidades del hotel y en la comida de este. Porque hay quien viaja, horroriza el tener que decirlo, para gustar distintas cocinas». Esto lo escribe Unamuno en 1912, «horrorizado». Los turistas en esas fechas ya no eran una élite de intelectuales y artistas como en siglos anteriores, sino el zafio burgués y «el parvenu norteamericano». Las dos guerras mundiales interrumpieron la ostentación. ¿Qué diría del turista de hoy? El turismo de masas es un producto industrial globalizado «basado en la energía barata, la mercantilización de los espacios y las prácticas y lógicas consumistas», en palabras de Rodrigo Fernández Miranda, experto alternativo, quien, creyéndolo insostenible, se pregunta si al final «serán los límites biofísicos los que se impongan al proceso de desmadre turístico» ( La Marea , julio, 2017). De momento ha sido un virus y Unamuno nos actualiza cuando nos interpela: «¿Qué puede competir con el arroyuelo de nuestra aldea natal, con aquel que bajaba cantando junto a nuestra cuna y brezó nuestros sueños de la infancia?». Y por aquí andamos nutriendo de tuétano los huesos que mantienen el alma invertebrada.