Humberto Fouz, Fernando Quiroga y Jorge Juan García son tres amigos que cruzan la frontera francesa para ir a Biarritz a ver El último tango en París la tarde del 24 de marzo de 1973, hace ahora 46 años. No era un grupo casual, ni tres compañeros de trabajo que hubieran decidido hacer un viaje, como tantos en la época, para ver alguna de las películas eróticas que por entonces, si eras español, solo podías ver en un cine del sur de Francia, sino tres amigos íntimos. Amaban de distinta forma el cine --Humberto les había hablado mucho de Bertolucci y les había explicado que El último tango era otra cosa, que no se podía mirar con los ojos del sexo-- y se habían conjurado en una hermandad vital. Por eso habían abandonado La Coruña natal de los tres para encontrar un futuro común en Irún, donde ya trabajaba Humberto, como antesala quizá de otros destinos en que desarrollar su curiosidad de vivir, como hermandad de amigos que disfrutaban de su compañía y de abrirse a cualquier nueva experiencia juntos: los viajes que harían, por un lado --inabarcables, hablados sin cansancio-- y Rusia, que más que un destino era para los tres una pasión. Porque todo cuanto tenía que ver con Rusia --su literatura o su historia, su geografía o su política, su gastronomía o su idioma-- los fascinaba por igual a los tres. Así fue como se conocieron el mayor, Humberto, y el más joven, Jorge: ante un mostrador con libros, cuando el primero advirtió que el más joven tenía en las manos un título sobre la Unión Soviética que finalmente soltó, tras mirar el precio, y él, Humberto, que tenía dinero, decidió comprarlo y regalárselo. Humberto era el mayor y tenía un talento natural para aprender idiomas: hablaba nueve con fluidez y estaba estudiando dos. Fernando era el más fuerte. Jorge, el joven, aún no estaba seguro de lo que deseaba ser, pero sí sabía que por nada del mundo querría separarse de sus dos amigos. El plan era que el primero que se estableciera en Irún --Humberto, en este caso-- tiraría de los otros. Y así lo estaban haciendo cuando un día decidieron cruzar la frontera para ir al cine. Los tres tenían novia o algo parecido, mucho más incipiente en el caso de Jorge, más real y tangible en el de Fernando y con una circunstancia quizá algo complicada en el de Humberto: estaba saliendo con una chica, pero vivía, al mismo tiempo, el duelo por la muerte reciente, en accidente, de su amor de adolescencia. Tenían 29, 25 y 23 años. Los tres tenían padres que los habían visto nacer y los amaban. Antes de salir de viaje se despidieron. Pero desde aquel día, las familias de Humberto, Fernando y Jorge no volvieron a saber nada de ellos.

Después de ver la película entraron en un bar llamado La Licorne para tomar una copa. Era sábado por la noche y estaba lleno. Al fondo, en una mesa, había un grupo de etarras borrachos. Cuando se fijaron en los tres amigos --gallegos, como muchos policías-- creyeron o quisieron creer que pertenecían a la secreta. A la salida del bar los secuestraron. Los llevaron a un caserío y los torturaron toda la noche. Cuando ya estaban casi muertos, porque no tenían nada que confesar, los remataron de un tiro en la cabeza.

Al principio de Una tumba en el aire, la extraordinaria novela con la que Adolfo García Ortega ha ganado el Premio Málaga, se nos avisa de que «Los hechos aquí narrados son reales (...). Ni víctimas ni asesinos merecen el olvido». Lo contrario del olvido, la memoria doliente y su encarnación dura, es lo que encontrarán víctimas y verdugos tras nuestra lectura de esta novela impresionante. En un ejercicio de prestidigitación como narrativa de no ficción, Adolfo García Ortega se adentra en la hermosa juventud y en los sueños de los tres amigos, sí; pero además se atreve a abismarse en el alma cenagosa y cruel de sus torturadores, con la turbiedad ambiental del entramado colérico, un estercolero sectario y amoral, abominable, despiadado y salvaje del terrorismo vasco y su presunto patriotismo como argumento legitimador del odio.

ETA ha dejado 400 casos sin resolver y 650 sentencias sin culpables. Secuestros y asesinatos. Una tumba en el aire es una novela y se lee con la absorción magnética y terrible de la gran literatura que nos habla desde la esencia del dolor; pero la dosificación de la información que se nos filtra y la exactitud narrativa de los detalles que conforman la realidad de sus protagonistas, sus sueños amputados, frente a la escombrera ética de sus ejecutores, tiene la fuerza viva de la verdad que desgarra.

* Escritor