Últimamente cada vez que cojo el metro me siento culpable. Hay carteles con hombres y mujeres que me miran fijamente y me señalan, me dicen que si no reciclo acabaré con el planeta, que las excusas que pongo para no depositar un envase en el contenedor correspondiente destrozarán la naturaleza, el cielo y la tierra y la humanidad entera. Ahora cada vez que estoy delante del cubo de basura y no reciclo sé que mi gesto es como el aleteo de una mariposa que acabará provocando un tsunami. Desde los tiempos del Capità Enciam (Capitán Lechuga) que no me sentía tan mal. Él nos lo repitió hasta la saciedad: «Los pequeños cambios son poderosos». ¿Y los grandes, qué?

Ya es raro que la publicidad te riña. Normalmente te dice lo que tienes que hacer, pero echarte la bronca como si tuvieras 2 años... Claro que no es una publicidad cualquiera, la de las empresas de reciclaje. No te quieren vender ningún perfume ni guiarte hacia el mejor supermercado ni hacerte sentir la imperiosa necesidad de apuntarte a un gimnasio o una academia de idiomas, no, los carteles que hay ahora en numerosas estaciones y los anuncios de televisión, lo que quieren es que trabajes para ellos, que dediques tu tiempo a separar la basura y así ellos se podrán beneficiar. Deben de ser muchos, sus beneficios, si pueden dedicar una buena suma a regañarnos por lo que hacemos o dejamos de hacer en la más estricta de nuestras intimidades. ¿Eres una madre de familia responsable? ¿Una profesional eficiente? ¿Una amante competente? ¿Una ciudadana con conciencia social? ¿Una vecina implicada? ¿Una persona que intenta no hacer daño a nadie? Bah, todo eso se queda en nada si no sabes dónde va el plástico y tu bolsa gris, la única que bajas todas las noches, está demasiado abultada como para no contener, mezcladas, las botellas de jabón y las latas de sardinas.

Mientras tanto, en California, ha quedado definitivamente ratificada la prohibición del fuá, al ser considerado el engorde de ocas y patos maltrato animal. Los habitantes del estado norteamericano ya no podrán degustar la finura aterciopelada del preciado hígado en ninguna de sus múltiples texturas. Los detractores de este exquisito manjar no se contentaron con abstenerse ellos de consumir el producto, han querido imponer su sensibilidad al conjunto de la población. No cuesta imaginar que los tabús alimentarios presentes en distintas religiones empezaron de esta forma. Por culpa de uno de estos tabús la que aquí escribe no pudo probar ni el jamón ni el vino hasta pasada la veintena. Y eso que soy de Vic. Mi pronóstico es que aquí no tardará en llegar el movimiento en defensa de las ocas que, por iniciativa popular, pedirá una ley parecida a la californiana. Entonces podré sumar una nueva culpa a mi repertorio: cada vez que unte una tostada con paté tendré que pensar en la salvajada que es estar comiéndome la víscera de un animal que habrá sido torturado para darme su mejor grasa. Y en el metro seguirán diciéndome que soy muy mala persona.

* Escritora