La decisión de la Casa Blanca de retirar la acreditación a un periodista de la CNN que el miércoles hubo de soportar las invectivas de Donald Trump es una señal inquietante que tiene tanto que ver con el revolcón sufrido por los republicanos en la Cámara de Representantes como con el perfil airado del presidente, harto conocido, por no decir que tiende a una concepción autoritaria y sin oposición de la política. Según opina Trump, la prensa crítica es un «enemigo del pueblo», lo es por extensión la CNN, sumamente crítica con la presidencia, y lo es de paso la NBC, blanco también de su último arrebato. Poco tiene que ver este punto de vista con la opinión aceptada en todas las democracias de acuerdo con la cual un régimen deliberativo, y el estadounidense lo es, precisa de una prensa libre, independiente y crítica. Sin ella, pura y simplemente no hay democracia, sino que reinan la propaganda, las falsas noticias y la intoxicación de la opinión pública desde los salones del poder. En su segundo año de mandato, Trump ha demostrado por activa y por pasiva que defender la libertad de prensa no forma parte de sus compromisos públicos, y que la información libre, independiente y crítica le incomoda en grado sumo.

De tal manera es así que el presidente se ha convertido en un personaje peligroso para el futuro de la democracia en Estados Unidos, una de sus cunas, y de rebote en el resto del mundo, singularmente en Europa, donde la extrema derecha ha hecho de Trump su figura de referencia. Más peligroso que hasta ahora, cabe decir, después de perder una de las cámaras del Congreso, porque es casi imposible imaginar a un Trump predispuesto a la negociación sin actitudes desabridas y descalificaciones. Echar de la Casa Blanca a un periodista crítico es manifiestamente contrario a todas las convenciones políticas y a las tradiciones estadounidenses más arraigadas. Cabe temer que Trump sea en lo sucesivo una versión aumentada de sí mismo.