Donald Trump y Kim Jong-un han conseguido la foto. El primero, la de aparecer como un estadista capaz de estrecharle la mano a quien era hasta anteayer el enemigo, algo que no había hecho ningún otro presidente de EEUU. El segundo, la de dejar atrás la imagen de ser el mayor apestado del mundo y aparecer como un líder aceptable en el concierto de las naciones. Más allá del significado de la foto, los compromisos adquiridos por ambos mandatarios entran en un terreno de escasa concreción. El que debería resultar más relevante para la paz y la seguridad mundial, la desnuclearización de la península coreana, adolece de tres condiciones que EEUU consideraba imprescindibles, la de que fuera completa, verificable e irreversible. El documento final lo deja en el terreno de la generalidad, lo que permite albergar alguna sospecha, en particular cuando el programa nuclear norcoreano ha sido un seguro de vida que el régimen de Pyongyang ha utilizado a placer. Kim se lleva a casa otro regalo, la suspensión de las maniobras militares conjuntas entre EEUU y Corea del Sur calificadas ayer por Trump de «provocación» utilizando exactamente la misma palabra con la que el norte definió durante años dichos ejercicios para reclamar su fin. Siempre será mejor que ambos líderes se estrechen la mano a que tengan tentaciones de jugar con sus respectivos botones nucleares, pero el encuentro de Singapur no borra el carácter imprevisible y errático de ambos.