El consejo de seguridad de la ONU se reune hoy para estudiar la delicada situación que acaba de crear el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump. De un plumazo, con la ligereza política e intelectual que le caracteriza, el presidente Trump ha roto con décadas de política exterior de Estados Unidos en el conflicto palestino-israelí al reconocer a Jerusalén como la capital del Estado hebreo y al anunciar su decisión de trasladar la embajada de EEUU a la ciudad tres veces santa (así la consideran las tres grandes religiones monoteístas del mundo, la judía, la cristiana y la musulmana). Se trata de una decisión de un enorme calado político, y que ha sido tomada en contra de la opinión de aliados europeos y árabes y de voces incluso dentro de Israel. Pero parece que sigue adelante --aunque la diplomacoia estadounidense aseguró ayer que no se hará de inmediato-- a pesar de que ya ha empezado a desencadenar una oleada de violencia no solo en la parte árabe de la ciudad sino en los territorios ocupados y en otros países árabes y musulmanes. Las primeras manifestaciones de repulsa dejaron ayer más de una veintena de palestinos heridos en enfrentamientos con soldados israelíes. Israel ha reforzado su presencia militar en la franja de Gaza, el movimiento islamista Hamás ha llamado a una tercera Intifada y el tablero internacional se revuelve, haciendo temer nuevos derramamientos de sangre en Oriente Próximo.

De nada han servido, al menos de momento, las duras críticas y el llamamiento internacional para que EEUU desista de sus planes. Desde el presidente francés hasta el de Rusia, desde Japón hasta Turquía, numerosos líderes internacionales expresan una honda inquietud y rechazo hacia esta acción unilateral que solo puede entenderse en clave de política interna, por la alta motivación religiosa de buena parte del electorado de Trump, que exige la salida de los árabes de Jerusalén. La ciudad santa no tiene un estatus oficial, pero tácitamente se consideraba compartida por las tres religiones, y esa tensa calma es la que se verá alterada. España, junto con otros países, ha defendido un estatus internacional para Jerusalén.

Es falaz, y hasta insultante, sostener que una decisión de este tipo sirve para impulsar el proceso de paz entre palestinos e israelíes. En realidad hace exactamente lo contrario: alimenta a los radicales de ambos bandos, entierra el objetivo de los dos estados, deja al liderazgo palestino al pie de los caballos y lanza el mensaje de que solo las medidas unilaterales (como las que lleva a cabo Israel en la ciudad con los asentamientos) dan réditos. Las consecuencias de este movimiento --en Israel, pero también en el resto del mundo-- aún están por ver, pero al actual presidente de EEUU le corresponde la responsabilidad. La paz está mucho más lejos hoy después de que Trump haya dejado su impronta en la historia del conflicto.