En el primer domingo de junio, con el aroma de las hierbas pisadas, en muchos lugares se celebra la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, con sus temblorosas esquilas que anuncian por las calles la Custodia, si bien en algunas poblaciones de España, como en Toledo, Sevilla o Granada, aún se mantiene la costumbre de celebrarlo el jueves --ayer--, ese día que «reluce más que el sol», y en el que se hace presente su Persona en medio de la comunidad de creyentes. En la religiosidad católica hay fiestas que, como esta del Corpus Christi, configuraron durante siglos nuestra vida social. Es la cima de las celebraciones pascuales y del propio fuego de Pentecostés, y con ella se vienen a exaltar la unidad y la igualdad como signos del Cuerpo Místico, siendo la Eucaristía el instrumento para la transformación y el camino para alcanzar la nueva gracia. Por ello, durante el medioevo comenzó a adorarse la Hostia, viéndose en ella el verdadero Cuerpo del Señor, en contraste con cuanto llegaran a afirmar Berengario y los cátaros-albigenses, quienes negaron la presencia real de Cristo en aquella. De ahí que Odón, obispo de París, mandara a su grey practicar esta devoción. Se consolidó como festividad con el Papa Urbano IV para ser celebrada, desde 1264, el jueves siguiente a la Octava de Pentecostés; más tarde, en el Concilio de Viena, fue confirmada por Clemente VII, si bien su procesión, tal y como hoy la conocemos, no se le añadiría hasta el pontificado de Juan XXII, quien vislumbró su antecedente en aquel otro cortejo que en 1272 se celebrara con el Santísimo por las calles de la ciudad Eterna. Desde aquel momento arraigó su culto, revestido de carácter festivo, el cual, en nuestra piel de toro, prevaleció sobre cuanto de majestuoso y solemne tenía la celebración. Serían las propias palabras de éste último sucesor de Pedro quien hizo posible ese carácter festivo, cuando en su bula sostuvo esas bellas ideas de «cante la fe, dance la esperanza, salte de gozo la caridad», expresión que se interpretaría con tal literalidad en nuestra tierra que ni tan siquiera en Trento fueron censuradas en su referencia a la Eucaristía. Con ello se cooperó a la afirmación del misterio, en contra de las ideas sostenidas por Zwinglio, quien por entonces negó la presencia real de Cristo, o de las de Lutero y Calvino acerca del carácter de sacrificio de la misa, el sacerdocio de Cristo o el institucional y jerárquico dentro de la Iglesia.

El culto se institucionalizó a través de la devoción a las llamadas «Cuarenta Horas», uno de los ritos más populares de la Contrarreforma, el cual venía celebrándose desde finales del Trescientos. Su devoción, al igual que la del Santísimo, se difundió por el orbe católico, y su conmemoración contribuyó al esplendor de las comitivas que hoy conocemos en la referida celebración. Desde aquel momento, se engalanaron las urbes y las calles por donde habría de pasar la procesión para manifestar así el triunfo de la verdad sobre la herejía, significado claramente expresado durante la Modernidad. Era la ocasión para la convocatoria de la ciudad nueva, como símbolo de los que ya habían realizado el camino y de quienes aún faltaban por concluirlo, extendiéndose la idea medieval de que la sociedad era un solo cuerpo en el que cada estamento representaba un órgano, siendo el cortejo un retablo vivo de aquel en el que no faltaba la iglesia jerárquica, las cofradías de menestrales u otros santos y personajes de la urbe.

Con el Corpus Christi culmina la historia de ese riesgo del amor que se instituye con la Última Cena. En ella Jesús muere: su querer se muestra así a los creyentes, cuando toma el pan y lo parte para que pueda ser compartido. Con la Eucaristía recordamos que Jesús está con nosotros como uno más, a pesar de que haya quien aún lo cuestione, y que este sacramento es el centro, núcleo y cenit del ser de la Iglesia, aun cuando no falte quien lo considere hoy un rito irrelevante y cosmético. Jesús es pura Eucaristía, como su propia vida, que se nos ofreció con un mensaje liberador; troceó y compartió su yo para entrar en comunión con todos nosotros. Para mí, ese es el significado profundo de la Eucaristía: la del viático que me ayuda a caminar, y no la de templos ni altares de sacrificio; la de mesas sobre las que partir el pan y compartirlo con quienes no lo tienen; la de repartir la propia existencia, la creencia y la palabra como prueba de que Él está aquí. Hoy se excluye del ágape a la mayoría de la humanidad. Se hace perentorio crear estructuras que permitan compartir los bienes del banquete, tanto desde los poderes públicos como desde lo más íntimo de nuestro propio yo. Mientras, el rumor de la campana acompañará siempre a la piedad popular, la que voltea sus vaseras de pimpollos, cuando lo prioritario sería procurar estar más cerca de los desfavorecidos y de cuantos sufren e imploran nuestra ayuda.

* Catedrático