Hace ya algún tiempo que el llamado de forma un tanto rimbombante estado del bienestar nos estalló con estrépito en los morros, llevándose con él obras faraónicas, ejercicios surrealistas de megalomanía, despilfarros injustificables, corruptelas a granel y muchos de nuestros más preciados derechos, arañados al tiempo y la historia durante décadas a base de garra, sangre y coraje. Algunos de los problemas, como la corrupción o la degradación moral, siguen bien presentes en nuestro día a día; y no hablemos de las prebendas que estos y aquellos, casi sin excepción, se han asignado a sí mismos, en una particular ley del embudo derivada en buena medida de la profesionalización de la política y la putrefacción que nos consume. Los derechos los cambió por más impuestos la política salvaje de ajustes y recortes, y será difícil que vuelvan a nosotros por más que los reivindiquemos; entre otras cosas porque muchos, en su ingenuidad, creen que en realidad seguimos teniéndolos. Contribuye a ello la práctica secular por parte de algunas administraciones de hacer con que están ahí, pero sólo sobre el papel. Baste para explicarlo un ejemplo. La nuestra es una sociedad muy envejecida. Hoy, la esperanza media de vida en España supera los 80 años, y en sólo veinte más llegará a los 85 largos, con muchos centenarios. Se prolonga, pues, durante varias décadas eso que se ha venido llamando la ancianidad -visto lo visto, habrá que buscar nuevas terminologías-, caracterizada en la mayor parte de los casos por un ir acabándose lentamente que nos convierte de nuevo en niños, necesitados sin excepción de apoyo, cariño, cuidados y todo tipo de atenciones. Se entiende así la importancia de las ayudas a la dependencia que las diversas comunidades autónomas fueron implantando de manera progresiva hace algunos años, hasta que la crisis de 2008 dejó a muchas de ellas en los huesos.

Toda familia que tenga a uno o más ancianos en casa sabe bien el enorme esfuerzo diario que requieren. Su desvalidez, no solo física, exige de atención veinticuatro horas sobre veinticuatro, hasta el punto de que por regla general es preciso contratar a una o varias personas para que ayuden, en uno de los trabajos más exigentes, estresantes y agotadores que existen; de ahí lo frecuente de la llamada «enfermedad del cuidador»: hombres, y particularmente mujeres, que terminan rompiéndose por el esfuerzo, que pierden la empatía y, sometidos a una desgarradora tensión interna, quedan incapacitados para realizar su labor. Son años, pues, de gastos enormes, que difícilmente se pueden sostener con la o las pensiones que reciben las personas afectadas. No es infrecuente, por tanto, que se deba recurrir de forma traumática a las carteras de los hijos -si es que los hay- y que, además de los padres, termine enfermando la familia entera, porque en tales momentos suelen aflorar los resentimientos acumulados durante décadas, y se hacen recurrentes desencuentros, mezquindades y enfrentamientos. Tales circunstancias, como es obvio, añaden más angustia si cabe a los ancianos, que en el caso de conservar intactas sus facultades mentales asisten con pavor a los progresos de la edad mientras ven cómo a su alrededor se despedazan los lobos.

En este contexto las ayudas a la dependencia, organizadas mayoritariamente en Grado 1, Grado 2 y Grado 3, según el nivel de invalidez de los beneficiarios, suponen un balón de oxígeno a la economía familiar, al permitir contratar a una persona que aligera la carga de los parientes más inmediatos. Sin embargo, y aquí viene la trampa, las listas de espera suelen ser kilométricas, y desde que se solicita la ayuda y se resuelve el grado hasta que se percibe el pago pueden transcurrir años; en particular si se trata de pasar de un grado intermedio al máximo (dos años, me consta, tardan algunas comunidades autónomas). El objetivo, como todo lector avezado habrá deducido con facilidad, es claro: mientras los números disminuyen, permitiendo al responsable de turno presumir y utilizar electoralmente que ha rebajado las listas de espera y aumentado el número de las ayudas, el pago real de las mismas se retrasa hasta que, en muchos más casos de los deseables, la persona beneficiaria ha fallecido. Táctica de trileros, que cobra mayor vileza si nos paramos por un momento a reflexionar sobre su trascendencia y su alcance. Y, mientras, a ningún político en activo le fallan ni su sueldo ni sus dietas. No quiero parecer dogmático, pero cuando a una persona se la llama para operarse año y medio después de muerta, o se le concede la ayuda efectiva para ser cuidada cuando ya cría malvas, algo estamos haciendo mal; o muy bien, depende de cómo se mire y quién lo mire. Una vergüenza, a mi juicio, en cualquiera de los casos, y una muestra más de lo peor y más mezquino de la condición humana y del sistema.

* Catedrático de Arqueología de la UCO