Hoy celebramos la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, patrona de España, proclamada el 25 de diciembre de 1760 por el Papa Clemente XIII, mediante la Bula Pontificia «Quantum Ornamenti». La solicitud partió del rey Carlos II, apoyada en el sentimiento mayoritario del pueblo español. El dogma de la Inmaculada Concepción de María, creído ya por los españoles y hasta defendido por muchos con voto de sangre, es proclamado en 1854 por el beato Papa Pio IX. Y el 8 de diciembre de 1857, el mismo Papa hizo construir en la plaza de España, de Roma, el monumento a la Inmaculada que sigue enalteciendo a la Ciudad Eterna. Al bendecir la imagen, declaró al embajador español: «Fue España la nación que trabajó más que ninguna otra para que amaneciera el día de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María». Conviene siempre dejar caer la mirada en los entresijos de la historia, no solo porque es maestra de la vida, sino porque recoge fundamentos y esencias de lo que quizás hoy tenemos olvidado. La fiesta de la Purísima sigue teniendo un gran arraigo entre nosotros, sobre todo, con las Vigilias de la Inmaculada, protagonizadas por los jóvenes. El teólogo Karl Rahner se preguntaba por el significado del dogma de la Inmaculada para nuestras vidas. Y la primera respuesta que daba, -según él, la más sencilla-, era que el dogma nos permitía conocer mejor a María, para amarla más. Pero profundizando en el tema, añadía después: el dogma de la Inmaculada no solo nos aporta el consuelo de que alguien de nuestra raza estaba desde su origen sin pecado, sino de que existió, al menos una vez, alguien bueno del todo, para hacernos ver así que se puede ser cabalmente humano sin estar bajo el pecado. Este dogma nos habla también de nuestro destino: Nosotros, por pura gracia como María, estamos llamados a ser, sin pecado, plenamente humanos, cuando finalmente alcancemos nuestra meta en la Casa del Padre. Lo que María ya logró, nos aguarda a nosotros. Dios ha realizado en María, de forma primera y perfecta, el designio que tiene para toda la Iglesia y para cada uno de los cristianos. María es el prototipo de lo que el ser humano debe ser. Todo eso despierta nuestra esperanza: Lo que Ella consiguió nos espera a nosotros. Hace unos días, presidiendo la celebración eucarística en la parroquia de Santa María de la Iglesia, en la novena de la Inmaculada, señalaba yo esas tres «venidas de Dios» a María: La primera, a través de un mensajero, el arcángel Gabriel, subrayando la importancia de los «mensajeros de Dios» en nuestras vidas; la segunda «venida», a través del Espíritu Santo, «y María concibió por obra del Espíritu Santo y se hizo hombre»; y la tercera, a través del servicio y la entrega al prójimo, cuando María visita a su prima Isabel y recita el Magnificat: «Proclama mi alma la grandeza del Señor...». Cada hombre y mujer puede protagonizar en su vida estas tres «venidas de Dios», a través de sus mensajeros, a través de las mociones y dones del Espíritu Santo, y a través del servicio y la ayuda generosa a nuestro prójimo. El himno de vísperas nos invita hoy a honrar y amar a la Virgen, «icono de la Iglesia que camina», según el Vaticano II: «Canten hoy, pues nacéis vos, / los ángeles, gran Señora, / y ensáyense desde ahora, / para cuando nazca Dios».

* Sacerdote y periodista