Un día una mujer se enamora de un hombre, que parece el mejor para compartir una vida, formar una familia y ser «felices hasta que la muerte nos separe». Poco después descubre con asombro que la controla, le dice cómo vestir, con quién salir y le recrimina algunas conductas; pero dice hacerlo porque la quiere. Y ella lo cree, porque lo ama, con ese amor romántico que todo lo justifica y para el que hemos sido educadas.

Más adelante, la minusvalora delante de sus amistades, le riñe a menudo, le recuerda cada vez con más frecuencia lo torpe o pésima pareja que es, la distancia de amigas y familia; y sigue afirmando que es porque la ama y quiere enseñarla a ser mejor. Y ella lo cree, porque lo ama. Y ya para entonces, viste como a él le gusta, se relaciona con quién él aprueba y se porta bien para tenerle contento, bajando su autoestima cada día un poquito más.

Ya comienza a pensar que esas cosas quizás no sean normales y que quizás esto no sea la felicidad; y entonces él la deja embarazada y le promete que ahora sí que van a ser felices, porque la ama más que a nadie, porque será la madre de sus hijos y ese es el honor mayor del que puede ser merecedora. Y ella lo cree, porque lo ama.

Así, poco a poco, se suceden castigos, insultos, venganzas, golpes... Ella ya está sola, se siente culpable, piensa que quizás lo merezca, sobrevive encerrada en su tristeza. Ha perdido los recuerdos de lo que era, las amistades y hasta la familia, porque toda su vida gira en torno a intentar hacer feliz a su hombre, ese al que nada parece contentar. Siente tanta vergüenza de confesar lo que soporta que no lo cuenta, y se siente tan humillada que se autoengaña para aguantar un poco más. Pero algo ha cambiado, ya no lo ama. Ya solo le une una dependencia psicológica y emocional.

Cuando cree no poder soportar tanto dolor, tanta vejación, tanto desprecio, cuando su autoestima está por debajo de la nada, cuando quizás se ha planteado quitarse la vida porque no vale nada, y solo el pensar que tiene unos niños que la necesitan le impide poner fin... A veces, y sólo a veces, esa mujer consigue reunir fuerzas para vencer el miedo y la vergüenza, y escapar.

¿Escapar de qué, de quién? El maltratador, un machista, el hombre que fue tan cobarde como para machacarla lentamente a lo largo de los años, usando su superioridad física de hombre y a veces su inferioridad reflejada en el victimismo de «no podría vivir sin ti», lo que acentúa en ella su dependencia emocional y culpabilidad, ahora encuentra otra forma de sadismo. Usar a sus hijos, las otras víctimas inocentes de esta violencia, para que ella viva aterrada cada día, con la amenaza de perderlos y hasta con la muerte...

Y tres en tan solo un mes en Córdoba, 6 en Andalucía y 27 en España en lo que va de año, y más de 1.000 asesinadas desde 2003. Y aún nos preguntamos cómo llegaron a esto, y aún las recriminalizamos...

Aunque el término jurídico sea violencia de género, algunas preferimos violencia machista, para dejar claro que no se circunscribe solo al ámbito de la pareja. Término incómodo a algunos, ya que hay algunos hombres maltratados por sus mujeres. Pero hay una diferencia gigantesca, las mujeres no tenemos un sistema jurídico, social, cultural que ampare la violencia de las mujeres contra los hombres. Para nada. Eso es otro tipo de violencia.

Va siendo hora de reconocer el inmenso fracaso de nuestras administraciones, de nuestra sociedad, por frenar esta lacra, este cáncer que se ceba con la vida de una mujer en el mundo cada diez minutos. Para parar este drama hay que ir a su raíz, hay que reconocer cuál es... Y no es más que una mentalidad machista arraigada en millones de personas, que lleva a muchos hombres a creerse dueños de la vida de muchas mujeres, a las que creen seres inferiores, con el único objetivo de servirles, y a muchas mujeres a caer en el rol de la sumisión, que les impide detectar los síntomas y enfrentarse, luchar y salir a tiempo.

Las leyes que promueven la igualdad han supuesto pasos importantes, la Ley de Violencia de Género va un poco más allá, aunque es susceptible de mejora y no se aplica en toda su amplitud, planes como nuestro II Plan Transversal de Género que propone acciones en la política municipal en múltiples ámbitos con participación ciudadana... Pero la verdadera solución tiene que ir a la raíz del problema, a modificar las conductas, modificando los pensamientos y la gestión emocional, a la forma de relacionarnos y construir los géneros, que son producto de la educación que hemos recibido, y eso sólo se conseguirá con la Educación. Y la educación no solo está en la escuela, está en la casa, en las películas, en los anuncios, en las canciones, en los cuentos infantiles, en los juegos, en tantos productos culturales que consumimos a diario y que, en ocasiones, reproducen imaginarios sociales y estereotipos que normalizan las violencias machistas. Usemos estas herramientas para deconstruir roles y generar nuevas masculinidades. Eduquemos también a los docentes y educadores, para que ellos/as sepan sembrar en su alumnado nuevos pensamientos y hábitos para contribuir a ese cambio. Yo, como docente, como madre y como mujer, llevo años intentando sembrar esta semilla y soñando con que algún día podremos hablar, por fin, de tan solo mantener una igualdad.

* Portavoz del grupo de Podemos en el Ayuntamiento de Córdoba