Hace ya tres años que murió y uno lo sigue viendo en cada calle, al doblar una esquina, en una plaza, con ese paso lento y meditado que era una poética de luz. Es una ausencia que se ha vuelto presencia, es una voz que abriga cuyo timbre puedes reconocer en el silencio. La verdad es que estos años han sido especialmente duros para la poesía en Córdoba. Eduardo García, José Ignacio Montoto, Manolo Lara Cantizani, Pedro Roso. Cuánta desolación y cuánta pérdida. Recuerdo una conversación con Pablo tras la muerte de Eduardo, por un artículo mío, en estas páginas, que terminaba hablando de su sonrisa. Porque algo había en la sonrisa de Eduardo que te ponía en paz con el mundo, que acariciaba el ánimo, con una armonía real que acompañaba y te hacía regresar agradecido a tu casa en el árbol. Pablo reparó en ese detalle y estuvimos hablando por teléfono -yo estaba en otro país-, bastante rato, sobre la sonrisa de Eduardo. Recuerdo que cuando colgué, aunque había sido una conversación entre triste y acogedora, me sentí tremendamente solo. Quizá la vida es esto: unos cuantos momentos de esplendor entre escenarios de desolación. Yo nunca seré el mismo que sería si no hubiera conocido a estos compañeros, con sus libros dedicados en mis estanterías. Qué cosas. Tengo sus palabras escritas en las dedicatorias, en esos brindis jóvenes, los viajes en común, tantas fotografías, sus últimos correos electrónicos. Pasean por mi recuerdo con naturalidad. Algo así me sucede con Pablo García Baena, que de alguna manera a todos nos quería. Y es curioso que la falta de Pablo, que por edad ya se podía pensar que estaba mucho más cerca de su final, se me haga tan extraña y tan incomprensible. Porque en él mandaban otras reglas mucho más interiores y su manto salía de su poesía para volar más ancho entre nosotros. Ninguna acritud bronca ni ninguna tensión podrá invocarse nunca con su nombre en los labios. Pablo era discreción, elegancia y respeto. Pablo era verdad.