Estos días primeros del año tan azules, tan sutiles y hermosos, sin nubes en las alturas, impregnados aún de olores navideños, invitan al viaje no en autobús o en coche, ni en avión --me abruma sentirme a kilómetros del suelo, despegado del mundo que habito--, sino en tren. Cada uno viaja en lo que ama, o lo que puede, atendiendo a las circunstancias familiares, al lugar donde vive o a la economía personal. En mi caso, si puedo --no siempre ocurre así--, aunque sé que es muy caro, suelo viajar en tren. Nada hay tan sublime, hermoso y atractivo, como desplazarse de un sitio para otro en nuestro país a través de esos caminos con raíles de hierro que remiten a los viajes que uno hizo en la infancia en trenes familiares, rigurosamente lentos y quejumbrosos, por los montes y llanuras del ámbito natal. Cuando era pequeño, viajar de mi pueblo a Pozoblanco, o, en su caso también, a Peñarroya-Pueblonuevo, en el mágico automotor de la vía estrecha, era una experiencia grata, sugestiva. Contemplabas los montes, las jaras, los lentiscos, los regatos de bruma, las rocas, el encinar, las casitas de piedra tendidas en la llanura, a través de la ventanilla, hipnotizado, sintiendo que estabas sumido en un poema o en un fotograma casi sobrenatural que ensanchaba los límites de tu imaginación. Era una sensación crujiente y dulce, como si el mundo alfombrase tus pupilas de una capa sagrada de felicidad. Esa imagen idílica, no obstante, es ya pasado. Hoy los trenes son ágiles, más cómodos y veloces que aquellos de antaño, aunque no siempre es así, pues, mientras que algunos podemos disfrutar de viajar en trenes fantásticos, modernos, del sitio donde vivimos a otras ciudades, otros, en cambio, deben resignarse a seguir desplazándose en trenes deplorables, absolutamente lentos y trasnochados, que más de una vez --ha ocurrido hace unos días--, los dejan tirados en la nada fantasmal de cualquier rinconcito rural de la ancha patria. Y aquí, por desgracia, no cabe la poesía, ni esa nostalgia cursi y tontorrona que, a veces, nos cerca y nos cubre con su manto de quijotesca y dulzona placidez.

Me duele, lo juro, ser un hombre afortunado por habitar la ciudad donde resido, fabulosamente bien comunicada con otras ciudades importantes del país a las que uno llega, utilizando el tren, en una hora y tres cuartos, o poco más (eso tarda el AVE de Córdoba a Madrid), mientras en otros lugares hacer el mismo recorrido, incluso más corto, a veces triplica el tiempo del viaje. Me parece no injusto y absurdo, que también, sino en esencia terrible y demencial que en un país como el nuestro siga habiendo ciudadanos de cuarta, quinta y sexta fila: lo que ha sucedido hace poco con el tren que viene y va de Madrid hacia Badajoz es algo inhumano, verdaderamente cruel, que a mí me irrita, enfada y desazona. Como indica su nombre, Extremadura en su raíz es una tierra aislada y olvidada por los gerifaltes y mandones de un país que siempre ha mimado a quien menos quizá lo necesita, como ha sucedido con Cataluña desde antaño, y olvida a sus hijos más desamparados en infraestructuras e inversiones de cualquier tipo. Conozco bien la provincia de Badajoz, tan cercana a mi tierra, y me duele su orfandad, el olvido voraz al que sigue sometida desde hace ya décadas, sin remisión alguna, por los distintos gobiernos del país. Entiendo que los extremeños se rebelen y exijan, desde su estado de orfandad de carácter económico, que se les trate igual que a otros españoles en el tema ferroviario: no quiero pensar siquiera en lo que es tener que viajar desde Badajoz a Madrid sin saber si a mitad del trayecto el tren de turno te va a dejar tirado en cualquier parte, en mitad de la nada amarilla del Valle de Alcudia, o en cualquier otro punto de la provincia ciudarrealeña. Conozco esa vía, y sé de lo que hablo: he viajado en un par de ocasiones desde Almadén (concretamente de la estación de Almadenejos) y sé lo que cuesta llegar a la capital de España. El viaje resulta largo, exasperante, y aún más largo se hace cogiendo el tren en Badajoz.

Aquí en este asunto, como ha quedado dicho, no sirve de entrada por tanto la poesía. Uno quiere llegar a Madrid lo antes posible, en trenes modernos y cómodos, veloces, no en oxidados y lentos diplodocus que exhalan bufidos y renquean a cada instante como si fueran a descuajaringarse antes de alcanzar, exhaustos, su destino, en este caso una capital de España que queda muy lejos de la geografía extremeña. Quizá porque estuve a punto de nacer en un pueblo pequeño y gris de la Serena --donde mis padres por cierto me gestaron-- me siento extremeño ahora más que nunca y pido perdón a los hijos de esa tierra tan noble y profunda, poética y hermosa, por poder desplazarme en trenes modernos y veloces, mientras ellos lo hacen en trenes antediluvianos por caminos de hierro antiguos, desolados, en oscuros viajes donde no entra la poesía, sino el olvido, el dolor, y el desencanto.

* Escritor