A finales de la semana pasada se ha hablado y escrito mucho de trenes, dado que se cumplían veinticinco años de la inauguración de la línea de alta velocidad entre Madrid y Sevilla. Cuando aparece el ferrocarril se mezclan en mi mente datos referentes a la historia de ese medio de transporte en España y recuerdos de carácter personal. En lo primero, me resulta inevitable repasar lo que tantas veces tuve que explicar en clase: las primeras líneas, el papel de las compañías extranjeras, la construcción de una red radial o el establecimiento de un ancho de vía diferente del europeo, así como todo lo que supuso desde un punto de vista económico, dado el papel de generador de economías de escala que representaba, y por la demanda de mano de obra, lo cual significaba un alivio para la clase obrera en determinadas zonas, entre ellas nuestra provincia, cuya capital se convirtió en un centro ferroviario, ya que era el enlace de Madrid hacia otras capitales importantes en la economía del siglo XIX, como Sevilla, Málaga o Cádiz. También tuvo su trascendencia desde el punto de vista político, puesto que en Córdoba, en Alcolea, el 28 de septiembre de 1868 se enfrentaron las tropas isabelinas con las sublevadas unos días antes, en una batalla que supuso el destronamiento de Isabel II. Hasta hace poco, en el viaducto de los Llanos del Pretorio, se podían ver los símbolos de la compañía ferroviaria que construyó aquella línea, la MZA.

En el ámbito de los recuerdos personales, los más antiguos están en mi infancia, en el tren del aceite, que unía las localidades de Puente Genil y Linares. De pequeño vi muchas veces el paso del tren desde lo alto de un puente que pasaba por encima de las vías, y visité con frecuencia la estación, alguna vez incluso para despedir a algún familiar. Mi primer viaje en tren fue a Barcelona, en un largo viaje en compañía de mi madre y dos de mis hermanas, al objeto de visitar a los familiares emigrados, como tantos andaluces, a tierras catalanas. Pasado el tiempo, utilicé el TER que unía Mérida y Sevilla, con una denominación de reminiscencias clásicas: «Ruta de la Plata», porque conectaba Sevilla y Gijón a través de una ruta utilizada en la antigüedad para el transporte de ese metal. Hoy día existe una autovía, con un trazado similar en parte del recorrido que ha acogido ese mismo nombre. También frecuenté el Talgo en mis viajes a Madrid, sobre todo en un viaje inolvidable, cuando el 4 de septiembre de 1978 llegué procedente de Madrid después de haber pasado un mes entre un cuartel de Alcalá de Henares y el hospital militar Gómez Ulla de Madrid, y lo hacía después de pasar un tribunal médico que, por fortuna, me excluía del servicio militar, a esa alegría se unía que un mes antes había aprobado las oposiciones como profesor de Instituto y ese curso me pude incorporar a la plantilla del Instituto Manuel Godoy de Castuera (Badajoz).

Y el ciclo se cierra con el AVE, que para quienes nos hemos dedicado al mundo de la investigación histórica, y en consecuencia han sido necesarios los desplazamientos a Madrid, ha representado la posibilidad de salir temprano y volver esa noche a tu domicilio, y a lo largo de estos años hemos visto algunos cambios como la desaparición de los vagones de fumadores o la aparición del vagón en silencio. Todos estos recuerdos personales no pueden acabar sin citar que de niño tuve un tren de cuerda, con su locomotora y dos vagones, que giraba y giraba sobre unas vías en forma circular. Yo me quedaba ensimismado, igual que ahora cuando veo a mis nietos, en especial a uno de ellos, jugar con una larga composición de trenes y con muchos más elementos que el mío, pero el disfrute es el mismo. Porque el tren, además de sus características económicas y sociológicas, también es generador de ilusiones.

* Historiador