Mis amigos, quienes me conocen bien, saben que mi alma es trifásica: una cara es el Derecho y la Justicia, concretados en mi archivo profesional, que se custodia en el municipal; otra es la literaria, en la que aun ejerzo, como demuestra este artículo; y otra es la de cazador, de la que me encuentro retirado, como ya publiqué en mi artículo ‘Adiós a las armas’. Regalé todas las mías.

Pero mis amigos saben que siempre es grata, o debiera serlo, una vuelta al pasado. Por eso recientemente me organizaron un aguardo de cochino, que así llamamos comúnmente al jabalí.

El apostadero distaba unos sesenta metros del tiradero y en él me disponía yo al lance con buenos apoyos y emplazamientos para la cerveza, el rifle y el trípode en que apoyarlo. Ajusté el visor en dos aumentos y medio, lo que me pareció lo mejor para la probable distancia de tiro. Y quedamos a la espera, mientras las últimas luces del día se iban diluyendo.

El tiradero venía siendo cebado con mendrugos de pan duro y con pipas de maíz.

Cuando entró la piara y se pusieron a comisquear, me advirtieron en un susurro: «no le tires a la coja». Yo no habría tirado nunca a la coja, no por serlo, sino por hembra. La advertencia no era baladí porque la coja era la que más bulto hacía en toda la piara.

Dejada al margen la coja, la cuestión era seleccionar el macho al que disparar, porque eran todos parejos. Observé un ratito y opté por el que intentó cubrir a la hembra, que podía no ser el más grande, pero que desde luego era el más macho.

Esperé que se separa un poco de los demás y apreté el gatillo. El cochino cayó sur place y no movió ni el rabo. Mis felicitaron con un discreto aplauso.

Luego se comprobó que la bala le había partido el corazón.

Un tiro como en mis buenos tiempos. Mis nervios y el pulso se comportaron como se habrían comportado treinta años antes.

Con ansia fuimos al bicho, para comprobar su calidad, la longitud de sus colmillos.

No eran despreciables, pero tampoco apreciables. Una vez más la importancia del lance había sido superior a la del trofeo.

Todos -tampoco éramos tantos-nos dispusimos a hacer las fotografías pertinentes. Los demás con sus móviles, pero yo las hice y las que pedí que me hicieran, con la cámara, como debe ser.

Recrear buenos lances y momentos del pasado es el placer mayor que nos queda a los viejos. Algún animalista estaría dispuesto a pedirnos cuentas, y nosotros se las rendiríamos gustosamente, pues en esta finca ni se atosiga a las reses ni se abusa de ellas. Y ese es el parecer y el comportamiento de este grupo de amigos: usar y disfrutar de la naturaleza como se nos ha dado. Con medida y proporcionalidad. Con cuidado de no extinguir nada, de no agotar las posibilidades.

* Escritor. Académico