Estoy seguro de que muchos de los que se han hinchado poniendo a parir la Transición no habrían tenido el valor ni la inteligencia para sacarla adelante. Pienso por ejemplo en Alberto Garzón, que ya en 2016, en una rueda de prensa en el Congreso, se quedó ancho asegurando que el Partido Comunista de España «hizo lo que pudo, pero no lo que debía» durante la Transición, acusándolo de convertirse en una «izquierda domesticada». Aquello jodió mucho -y con razón- a la gente que había estado en la pelea, que había dejado su sangre en los sótanos de la DGS y también las pestañas estudiando expedientes para los juicios ante el TOP. No: domesticación hubo poca, más bien construcción de una realidad en la que todos pudieran convivir. Pero en 2017 volvió a la carga. En una entrevista en El Periódico afirmó que «El PCE moderó su discurso para competir en las elecciones. Renunció al leninismo, asumió la bandera monárquica y firmó los Pactos de la Moncloa, que fueron la primera medida neoliberal que se tomó en la España democrática». O sea: que la moderación fue un error, y no digamos ya renunciar al leninismo. Aún suena alucinante un año después. No, hombre, había que regresar a Paracuellos del Jarama, al viejo garrotazo entre españoles sobre el cuadro de Goya. Pero preguntado sobre si Santiago Carrillo debía haber firmado aquellos pactos, contestó: «No coincido con los que dicen que Carrillo fue un traidor al comunismo, pero creo que se equivocó al apostar por la moderación». O sea: ni sí ni no, sino todo lo contrario. Dicho de otro modo: tras desprestigiar la Transición y el rebautizado «Régimen del 78», en una inaceptable equiparación nominal con el franquismo, alimentando la falacia de acuerdo de butacas con el puro en la boca, ya sólo quedaba deslegitimar a la izquierda anterior a ellos para reivindicarse como adalides únicos de la libertad. La Transición fue un fraude.

Estos años se ha llegado a una situación de locura en la que defender la Transición te convertía prácticamente en un facha, o en un fascista. Claro: como ahora se usan las palabras sin saber lo que significan, tampoco es algo que deba sorprendernos. Pero si defendías la Transición --con sus errores, por supuesto, menores y mayores-- eras poco menos que un adocenado por el régimen. Hasta que los llamados a asaltar los cielos se instalaron en él y empezaron a contemplar la realidad en sillones cercanos a los que ocuparon Gutiérrez Mellado y Suárez, pero de otra manera: la revolución consistía en sacarse la camisa y darse besos en la boca en mitad del pasillo. ¿Quiénes tomaron, luego, la bandera de la Transición? Precisamente los herederos de aquellos que menos podían defenderla, porque no hicieron ni una sola renuncia por la convivencia. Por eso que Pablo Casado se descuelgue en un tweet diciendo que «En la Transición ni hubo ocultación, ni sometimiento, ni miedo. Hubo grandeza moral, sentido de la historia, reconciliación y concordia. Propondremos una Ley de Concordia que reivindique la Transición y derogue de facto la sectaria relectura de la historia», nos da una idea de en qué manos ha sido abandonada la defensa de lo que se hizo. Porque la Transición se sacó adelante, es cierto, con grandeza moral y sentido de la historia, pero con más generosidad que reconciliación y por supuesto algo de sometimiento, seguramente impuesto por las circunstancias, y desde luego con miedo: un miedo hiperbólico, real, que te ponía los huevos de corbata.

Puedo no compartir puntos del análisis de Garzón y parte de esta izquierda mochilera que se vuelve valiente cuando pasó el peligro y exige heroicidades a quienes lo padecieron; pero es un análisis situado, con matices, en lo que sucedió. Improvisar esta Fundación por la Transición y colocar a Adolfo Suárez Illana como presidente es una cosa, con lo que tiene de representación -algo alejada de lo tensa y vibrante, lúcida y febril que fue la vida entonces-; pero reinventar la Transición como unos días sin miedo sólo puede entenderse desde el cinismo o el desconocimiento: una falta de respeto a las víctimas que quizá no sea deliberada, porque esta ligereza ante el dolor también puede venir por la falta de estudio. Que se lo digan a las familias de los estudiantes Arturo Ruiz y Mari Luz Nájera, o a las de los abogados de Atocha, asesinados aquellos días de enero de 1977. O al periodista Paco Lobatón --lo ha contado él--, torturado por Billy El Niño. Claro que hubo miedo. Y también valentía: la grandeza de espíritu que nos hizo vivir.

* Escritor