La transición de la dictadura a la democracia ha recibido el unánime reconocimiento de los hispanistas foráneos que se han adentrado en los vericuetos históricos de la contienda civil del 36. En los últimos tiempos, a ese tránsito, presidido por la razón práctica, pretenden degollarlo determinados políticos y comentaristas, usando argumentaciones próximas al sofisma que eluden el análisis riguroso de los hechos.

Es frecuente que, para descalificarla, comparen nuestra Transición, con la forma que tuvieron de liquidar a las dictaduras en el cono sur de Hispanoamérica. Situaciones sin parangón, porque allí solo hubo víctimas y verdugos y aquí un enfrentamiento bélico, que duró tres años, nacido de la sublevación contra la República legalmente constituida, pero con una retaguardia plagada de matanzas efectuadas por ambos bandos. No es lo mismo; ni siquiera parecido. Por eso, Josep Pla, que perteneció a la Lliga de Cambó, a un paso de ser octogenario -1976-, en sus escépticas y veracísimas Notas del crepúsculo, adjetivó a la guerra padecida de «miserable y abyecta, inútil y sanguinaria».

No podemos asegurar que en la Transición no hubiese errores, pero fueron mínimos si tenemos en cuenta que, primordialmente, consistió en llevar a la práctica el deseo de superar de la manera menos traumática, evitando volver a las andadas, una discordia de raíces seculares, en la que murieron medio millón de españoles en números redondos. Algo que no se debe pasar por alto, como tampoco que el dictador falleció en la cama, su régimen, aunque presentase muchos rasgos caducos, se autodisolvió cumpliendo la propia legalidad, y que todo sucedía a solo 40 años de la conflagración. Tiempo escaso para sanar heridas profundas. El doctor Marañón, después de considerar el acierto que tuvo el muladí cordobés Ibn Hzm al escribir que «la flor de la guerra civil es infecunda», aseguró que las consecuencias de las guerras inciviles siempre necesitan más de un siglo para que se borren todos sus efectos perniciosos.

Lo antedicho no deben echarlo en saco roto quienes quieren dilapidar la modélica Transición que persiguió, fundamentalmente, sobrepasar, sin olvidarlo, el horror de la guerra, mediante una reconciliación, plasmada constitucionalmente, que dejase para la historiografía -así ha sucedido en estudios profundos y películas- la crítica exacta del trágico acontecer, mientras se cimentaba un régimen pluralista de libertades que hubiera sido imposible reverdeciendo banderías e injusticias.

Un estado de cosas que -insistimos- eluden con demasiada frecuencia los progresistas intolerantes de dialéctica frondosa. Los cuales tampoco quieren detenerse en el hecho de que la palabra reconciliación martilleaba a diario, desde los primeros años 60, a los oyentes de la clandestina Radio España Independiente, emisora del PC llamada La Pirenaica. Idea de concordia que, al mismo tiempo, germinó en el contubernio de Múnich, reunión bautizada con tal nombre por los pretorianos de la dictadura, y que puede considerarse el episodio inaugural de la protodemocracia.

Además, creemos con solidez y firmeza que son perfectamente compatibles las actitudes razonables y pragmáticas de la Transición, con la ley de la memoria histórica, que está resultando poco operativa. Unas veces por decisiones incomprensibles, como, por ejemplo, tolerar con cierta aquiescencia, las anuales peregrinaciones a Cuelgamuros, con camisas azules, brazos en alto e himnos de guardarropía que parecen extraídas de un filme de Fellini. Y, otras veces, por imposibilidades derivadas del tiempo trascurrido o del alto coste de las dudosas verificaciones.

* Escritor