A partir de determinada edad, qué difícil resulta no dar lecciones; especialmente si van dirigidas a los jóvenes. Atribuimos tales enseñanzas a algo que hemos dado en llamar «experiencia»: un concepto tan escurridizo que cuando intentamos fijar su alcance se nos escapa de las manos como una pastilla de jabón. Parece como si el simple hecho de haber vivido -al margen del modo en el que haya discurrido nuestra particular existencia- nos otorgara una sabiduría que, en forma de máximas, disparamos contra cualquier incauto que se ponga en nuestro punto de mira. En momentos de lucidez percibimos que tal «sapiencia» se sustenta en el vacío, y solo entonces comenzamos a entender el porqué de la sonrisa que mantuvo nuestro joven oyente durante todo el tiempo que duró la perorata. Imposible no pensar en tales ocasiones en el abuelo Cebolleta.

Muy a nuestro pesar, escasean las pruebas de que el mero paso del tiempo nos vuelva más sabios. ¡Cómo nos gustaría que las cosas fueran de otro modo: que este minuto de ahora acogiera dentro de sí, ordenándolos, a todos los que le precedieron, descubriendo de ese modo en nuestro presente un significado que poco antes se le escapaba! La flecha del tiempo volaría así hacia esa diana que somos en este instante, y que el joven apenas es capaz de distinguir allá a lo lejos. Pero lo cierto, ¡ay!, es que viejos y jóvenes vagamos por las mismas tinieblas. La «experiencia» no es sino el sedimento de esos sesgos y prejuicios que con los años hemos arrastrado detrás de nosotros, y a partir de cuya caprichosa estratigrafía desearíamos construir un esquema compartido. Tal esquema no existe. Ninguna vida puede constituirse en modelo para otra vida, pues uno está aquí, pero muy bien podría haber estado en cualquier otro sitio. Es el azar el que marca nuestro camino, y eso es todo lo que sabemos y todo lo que podemos enseñar.

Definitivamente la experiencia no es un grado. Cuando intentamos comprobar cómo brillan las perlas de nuestra sabiduría, advertimos que no brillan en absoluto. Son, en el mejor de los casos, lugares comunes; en el peor, alegatos en favor de una causa sin pies ni cabeza. Lo peor de todo es que no sabemos muy bien a quién pretendemos engañar con este desmañado trampantojo: si al joven que soporta ahora nuestras prédicas o a aquel otro joven que fuimos una vez y no ha dejado de habitar desde entonces en algún desván de nuestra memoria. Un personaje desinhibido, irónico, algo fanfarrón, de quien sospechamos que sabe de nosotros lo que hace tiempo olvidamos nosotros de él.