El panorama que describe Unicef en su último informe sobre la infancia en los escenarios bélicos del mundo resulta aterrador. Para la organización humanitaria el 2017 quizá pase a la historia como el año más cruel para los menores, que han sufrido las consecuencias directas de la guerra en «proporciones alarmantes». Las cifras son abrumadoras. En Afganistán 700 niños han muerto en los primeros nueve meses. En el noroeste de Camerún y Nigeria, más de 135 menores han sido forzados a cometer atentados suicidas por el grupo yihadista Boko Haram. La violencia ha obligado en la República Democrática del Congo a 850.000 niños a huir de sus casas y, en Sudán del Sur, al menos 19.000 han sido alistados en grupos armados desde el inicio de las hostilidades. En el caos que supone un conflicto armado, los niños resultan los más dañados. Son aún demasiado jóvenes para comprender lo que ocurre y no tienen ninguna forma de defenderse contra el peligro. Nadie puede volver la cara ante tan formidable violación de los derechos infantiles. La prevención de los grandes conflictos es la única forma de poder mejorar las vidas amenazadas de tantos niños de la guerra. No es tarea fácil por los mezquinos intereses que ocultan siempre las crisis bélicas. Pero es un desafío que nos interpela a todos aunque el drama ocurra lejos de nuestros hogares. La inocencia de un niño es universal.