Qué haríamos sin Trump, sin su jeta dispuesta a recibir todos nuestros golpes de palabras. Después de asegurar que no quiere gente de «países de mierda» en Estados Unidos mientras renegociaba las condiciones del programa que concede residencia legal a inmigrantes de El Salvador, Haití y países africanos, ahora, como es lógico, lo niega. Según The Washington Post, este mismo lunes retiró estas protecciones a 200.000 salvadoreños, como en noviembre lo hizo con 59.000 haitianos. A ver, que este tipo es mezcla de irlandés y alemán, que no es un nativo apache, no es el bisnieto de Cochise ni del jefe Jerónimo. No: es descendiente de inmigrantes irlandeses y alemanes, que llegaron a EEUU, como todos, con una mano delante y otra detrás de su sufrimiento y un hambre de patatas en las caras rojizas. Pero Trump no está con este programa, el Estatus de Protección Temporal, porque para él la seguridad jurídica se resuelve a temblores de tweet y con testosteronas fálicas de misiles sobre el mapa del mundo. Trump prefiere acoger a noruegos, nórdicos y aseaditos, pero ignora que TPS se creó en 1990 para conceder permisos de trabajo y visados temporales a inmigrantes que llegaran no precisamente de economías prósperas y boyantes, sino de geografías arrasadas por guerras, hambrunas o catástrofes naturales. Desde luego en Noruega no hay nada de esto, pero la gente es mucho más rubia y tiene la piel clara y luminosa, y a veces tan rosadita como Trump. Esta gente tiene hijos que son americanos: todos estos salvadoreños y haitianos, pero también africanos y sudamericanos, tienen hijos que estarán preparados para defender Estados Unidos y caer por él, como lo han hecho, en desiertos lejanos. Y nadie les preguntó de dónde eran sus padres. «Todos tienen sida», dijo Trump, en junio, de los 15.000 haitianos emigrados a EE UU desde que comenzó su mandato. De los 40.000 nigerianos: «Que vuelvan a sus cabañas en África». Con Trump el gran país ha dejado de serlo.

* Escritor