Pusieron, primero, una bandera con barras amarillas y rojas, y dijeron que era solo un viejo símbolo. Recuperaron, al tiempo, un viejo canto, y lo llamaron su himno. Renombraron las ciudades y las calles, dieron premios a los que hablaban su idioma e inventaron nuevas «tradiciones». Y le llamaron recuperación cultural. Y, como todos los demás hicieron lo mismo en su región, nadie vio nada malo en ello.

Pidieron, después, educar a sus hijos en su lengua. Hicieron que los hijos de los que no la hablaban la aprendieran, para mejor conocer la historia de la tierra que había acogido a sus padres, y superar así las diferencias entre los hijos de la burguesía y los de los inmigrantes. Y lo llamaron normalización lingüística. La escuela era suya y reescribieron la Historia, llenaron los libros de insidias y adoctrinaron a los hijos de los inmigrantes, hasta que renegaron de los orígenes de sus padres. Y a eso le llamaron cohesión social. Se resistieron algunos y los insultaron, y cuando los tribunales los ampararon, los niños eran ya adultos. Pero fueron muchos los que callaron y colaboraron, porque eran de allí o porque allí tenían trabajos y se vivía mejor que en los pueblos de donde venían. Y el resto, los que lo veían desde fuera, hicieron con que todo eso no pasaba.

Montaron una televisión propia y asaltaron con su propaganda el salón de todos los vecinos. Y lo llamaron pluralidad informativa. Obligaron a que los comercios se rotularan en su lengua y quisieron hacer una economía por su cuenta, pagando más a sus funcionarios, maestros y médicos y se endeudaron más que los demás, y lo justificaron porque eran el «motor económico de su país». Y a todo eso le llamaron sus intereses legítimos. Dentro, todos callaron y colaboraron porque les beneficiaba, y, fuera, solo unos pocos protestaron, pero sus votos valían menos para la estabilidad de los gobiernos.

Quisieron una policía que sirviera para la convivencia y levantara menos suspicacias, y, como así lo tenían países del «entorno», a pesar de hacer más ineficaces los servicios policiales, se les autorizó y se le llamó transferencia de Interior. También pensaron que, para mejor servir a sus empresas, era bueno que, además de las embajadas de todos, tuvieran representación propia para ayudar a sus multinacionales en el mundo, y de paso a su ciudadanía y, ya puestos, a su propaganda cultural. Y eso le llamaron oficinas de intereses comerciales. Y, como los que pudieron les imitaron, nadie protestó y todos colaboraron.

Y como ya tenían una bandera, un himno, la escuela con pensamiento y lengua única, una televisión, una administración, una policía y embajadas, escribieron una Constitución, que rompía la de todos. Dentro, nadie protestó porque les beneficiaba, y fuera, hubo algunos que se resistieron, pero muchos la justificaron. Y cuando un tribunal determinó que no garantizaba la igualdad de todos, se hicieron las víctimas. Y muchos los comprendieron y culparon al tribunal.

Se enfadaron, y empezaron a señalar al que no pensaba como ellos, y pusieron banderas para saber dónde vivían los tibios a su causa y «los otros». Se saltaron la legalidad y le llamaron referéndum; vulneraron las normas básicas del Parlamento y le llamaron mandato del pueblo. Se pusieron lazos amarillos para saber quién era de los suyos y fueron violentamente contra aquellos que opinaban diferente. Y le llamaron libertad de expresión democrática.

Y hubo quien sacó al totalitario que es, quien colaboró, quien calló y quien resistió.

Aún estamos a tiempo. Porque aún estamos a tiempo de parar a los totalitarios, es por lo que cada uno de los adultos de este país debiera pensar qué papel representa en la crisis catalana. Si es uno de ellos, un totalitario, un colaboracionista o un resistente. Aún estamos a tiempo de parar una deriva que llevaría a escribir aquello de Martin Niemöller: «Cuando los nazis vinieron por los comunistas/ guardé silencio/ yo no era comunista...».

* Profesor de Política Económica. Universidad Loyola Andalucía