Las imágenes de estas últimas noches de la ciudad son muy evocadoras. Esa soledad que se pavonea por las aceras y el asfalto, solo distraída por las luces de los semáforos. Esa amenaza del virus tan prosaica que ni siquiera da para un cuento para niños con moraleja. Y esa vida retenida en los hogares cuyas luces asoman por las ventanas como si esas habitaciones se hubieran convertido en el vagón de un tren que viaja hacia un destino marcado por los dioses. Y en ese viaje hacia el final del 2020 donde el paisaje está ausente como si alguien hubiera girado la aguja de la vía para llevarnos a quién sabe dónde. Sin pasado ni futuro, como suspendidos en el tiempo, como hibernados. El virus nos mantiene como en un trasiego eterno, en un andén donde los destinos se sortean como en un juego donde las reglas tal vez solo sean sobrevivir a la pandemia. Ese campo santo de fallecidos por el covid que nos observa desde ese otro lado que el pasado Día de los Santos y Difuntos rememora, contrasta con la estupidez infinita de esos que aún siguen escondiéndose en rebaño para emborracharse en pisos y cocheras y que en algunos casos dicen ser universitarios. Tal vez lo fueran antes de perder tal dignidad de la razón y el sentido común y quedando ya por detrás de los bachilleres del Quijote y a la altura de sus groseros personajes de taberna. Mientras los políticos se nos presentan como un diestro cirujano al que para operar a cielo abierto blande en su mano el cuchillo de cocina de la politización y el partidismo. Y en esas estamos: un tajo a nuestros derechos constitucionales. A algunos, pues todavía nos quedan unos cuantos para seguir apostando en esa ruleta donde parece seguir ganando la banca. Esta nunca pierde. Antes nos quedamos sin Navidad, al menos es nuestras calles solitarias del toque de queda.

* Mediador y coach