En el texto constitucional de Cádiz el poder legislativo lo compartían el Rey y las Cortes, las cuales se componían de una sola cámara, cuyos miembros eran los diputados; el poder ejecutivo estaba en manos del monarca, si bien para desempeñar esa función contaba con los Secretarios de Estado y de Despacho. En la Constitución de 1837 las Cortes tenían dos cámaras, el Congreso de los Diputados y el Senado, y también se hablaba ya de ministros. Cuando en esos artículos se utilizaban las palabras diputado, secretario o ministro, ¿se trataba de ese genérico masculino que nuestro idioma reconoce? ¿Alguien opina que los autores de esos textos pensaban en la posibilidad de que hubiese diputadas, secretarias o ministras? La cuestión de debatir hasta qué punto el masculino es genérico de verdad ya la vimos planteada durante la Revolución francesa, cuando Olimpia de Gouges publicó en 1791 su Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, y en cuyo primer artículo decía: «La mujer nace libre y vive igual al hombre en sus derechos. Las distinciones sociales solo pueden basarse en la utilidad común». Entendía, pues, que se había marginado a las mujeres en la declaración de 1789. Y hoy, en pleno siglo XXI, aún asistimos a situaciones como la generada en una empresa aceitera de Lucena, pues interpretaba que los trabajadores eran solo los varones, lo cual ha obligado incluso a una aclaración de la RAE.

En el ámbito de la historia política española tenemos un ejemplo muy significativo cuando se debatió el contenido de la Constitución de 1869, que en su art. 16 estableció: «Ningún español que se halle en el pleno goce de sus derechos civiles podrá ser privado del derecho de votar en las elecciones de Senadores, Diputados a Cortes, Diputados provinciales y Concejales». Como comenta Gloria Espigado en un artículo de la revista Ayer (2010), el diputado republicano Eduardo Palanca argumentó «que si en el artículo primero de la Constitución se establecía que eran españoles todas las personas nacidas en los dominios de España y como este era el caso de las mujeres, entonces el uso de la palabra ‘españoles’ en el artículo electoral podía, en una interpretación rigurosa del término, serles favorable para su consideración como electoras». Para resolver el problema, el diputado propuso que se añadiese la palabra «varón» a fin de evitar equívocos y problemas en el futuro. Le contestó Segismundo Moret que no era necesario, porque la palabra «español» podría referirse a ambos sexos o solo a uno. Siguieron réplica y contrarréplica, en la que uno llamó la atención acerca de cómo en inglés ya se hablaba de English-man o English-woman, pero Moret insistió en lo innecesario de la distinción y argumentó que si entonces debía entenderse que cuando se hablaba de la obligación que los españoles tienen de defender a la patria con las armas, alguien iba a interpretar que de ello se deducía una participación de las mujeres en el ejército. El debate continuó con argumentaciones conservadoras, si bien para defender el sufragio censitario, pues decían que había mujeres cabezas de familia y contribuyentes, que tendrían menos libertad que un «pordiosero». Al final, con intervenciones de algunos significados republicanos, concluye Espigado, se rechazó «la peregrina idea de concebir a las mujeres como sujetos políticos de pleno derecho».

Quizá lo expresado nos ayude a explicar que el pasado jueves en la promesa ministerial apareciese el término «Consejo de Ministras y de Ministros». No utilizo, ni en mis intervenciones orales ni por escrito, el conocido doblete de niños y niñas, alumnos y alumnas, ciudadanos y ciudadanas, o cualquier otro de los muchos que escuchamos, pero en determinados momentos sí entiendo, y lo he practicado, que es necesario un toque de atención.

* Historiador