En su libro La libertad de ser libres, Hannah Arendt se ocupa del papel jugado por las revoluciones. Pero si lo traigo aquí no es por ese tema, sino por las palabras con las que inicia su obra: «Mucho me temo que el tema que voy a tratar hoy es bochornosamente tópico». Es la sensación que tengo cuando otro 20 de noviembre, al cumplirse cuarenta y tres años de la muerte de Franco, aún hay que explicar algunas cosas sobre aquella dictadura, incluso a quienes se dicen demócratas, capaces de construir una idea de España a partir de lo acontecido hace varios siglos, pero que sin embargo ponen el grito en el cielo cuando se les habla de lo ocurrido en España entre 1936 y 1975.

Entre quienes realizan ese ejercicio de falsear la historia y además aún no se han enterado de en qué consiste aproximarse al conocimiento del pasado, o no quieren hacerlo, se encuentra el líder del PP, Pablo Casado, pues el pasado sábado se permitía hacer críticas a cuantos se ocupan de la memoria histórica, y llegaba a afirmar: «Qué memoria histórica más desmemoriada». Antes había aprovechado para echarle una mano a la iglesia católica en la cuestión de la Mezquita (podía haber realizado un ejercicio de centrismo si además hubiera hecho referencia a otras cuestiones que afectan a la iglesia: las inmatriculaciones, los casos de pederastia o los privilegios fiscales), y de nuevo recurría a la exhumación de los restos de Franco al afirmar que los socialistas estaban dispuestos incluso a «desenterrar dictadores: pero eso sí, a los muertos». La primera apreciación, elemental, es que los dictadores vivos no están enterrados, por tanto puestos a llevar a cabo una exhumación tendrá que ser la de alguno que haya muerto, y dado que fuimos los españoles los que tuvimos que soportar la dictadura franquista, resulta lógico que por salud e higiene democráticas debamos tener sus restos en un lugar que no sea patrimonio público.

A pesar de todas las investigaciones realizadas sobre el significado de la dictadura franquista y lo que representó para varias generaciones de españoles, unos por ser víctimas de la represión (física, económica y moral), otros porque fueron condenados al exilio o al silencio, y muchos porque fueron engañados en cuanto a lo que el régimen representaba, a pesar de todo, insisto, todavía un sector de la sociedad española siente nostalgia de la dictadura, y están dispuestos a prestarle homenaje al dictador en el aniversario de su muerte, incluso van a celebrar misas, que ya se han anunciado, pero a la iglesia no le importa, calla, como ha hecho tantas veces, menos cuando tuvo que apoyar a los sublevados de 1936 y defender que su actuación merecía el nombre de cruzada. Recuerdo cuando acudí con un amigo y una amiga a pedirle colaboración a un sacerdote que, según decían en mi pueblo, era progresista. Debían ser los años finales de la dictadura. Nos escuchó muy amablemente y nos respondió, con expresión bastante dura, que recurriéramos a Moscú, que al fin y al cabo de allí nos llegaba la influencia ideológica y era donde se encontraba el oro robado a España durante la guerra. Nos quedamos fríos, pero nos sirvió de experiencia para no fiarnos de lo que se decía acerca de determinadas personas en aquellos momentos, aunque hoy suele ser frecuente que muchos adornen su biografía sin reconocer qué fueron y cómo pensaban en aquel tiempo oscuro que debemos analizar y estudiar para comprender nuestro pasado. Ya nos recordaba Alcalá-Zamora en sus Memorias que el presente es fugaz y el futuro incierto, que «no hay nada definitivo más que el pasado. Haber sido es al cabo lo único seguro». La única manera de caminar con paso firme hacia el futuro es reconocer cuánto daño causó la dictadura, quizás resulte tópico reiterarlo, pero dadas las circunstancias es necesario.

* Historiador