Levantar una obra es una construcción de sangre en marcha, de pulsiones internas que gravitan en el equilibrio de una vida, con sus fuegos y con sus frustraciones, con instantes de cierto relampagueo en los ojos y un erial de fracasos extendido en la arena. No es solamente la creación de un mundo, con sus acotaciones y también su magma subterráneo, su lava incandescente removiendo la tierra y quemando raíces que agrietarán un cielo de secano. No es --desde luego no es-- ese laurel alzado sobre una frente joven, cuando en algún momento puede parecer que hay un sentido de cierta trascendencia en lo que se hace, y en por qué se hace; porque, en realidad, se hace únicamente porque no es posible ya dedicarse a otra cosa, porque hay algo de cierta abnegación, de ciego sacerdocio en el arte entendido no ya como vocación, ni siquiera como destino, sino como tragedia interna que se sufre en silencio, que se pronuncia apenas quedamente, porque no hay nada peor que ir por ahí dando pena a la intemperie. Levantar una obra, tratar de incardinarla en una existencia que por lo demás acaba siendo más o menos común, con su voz y su ahogo, con su abismo de pérdida, no tiene finalmente nada de sagrado, nada de totémico, nada de elegíaco, nada de epifanía: es sencillamente algo que se hace, un ritmo de venas que recorre los brazos por debajo del bíceps, algo tan inevitable como el barro después de una tormenta si tienes que cruzar un camino de tierra. No tiene ningún mérito, es algo que se hace: entre otras cosas, porque tiene que hacerse. Como cualquier trabajo, aunque no sea el más útil. Como cualquier otra ocupación, aunque diste mucho de ser la más necesaria. Pero se hace y punto. Luego, si ustedes quieren, podemos ponernos estupendos --y también sinceros-- y charlar largo y tendido del brillo y del fulgor. No solo en la escritura, sino en cualquier arte: en la pintura y la música, en la escultura y el cine. En lo que ustedes quieran. Porque eso también existe, igual que existe en todos los trabajos una metafísica interior. Porque existe el relámpago: ¿o no lo hay en enseñar a leer, cuidar a un anciano o sanar a una mujer que acaba de parir? Pero son trabajos, son ocupaciones cuando adquieren un cariz profesional. Y a nadie, absolutamente a nadie, en su trabajo, ni en su vida pública o privada, sea más artista o menos, le gusta que le roben.

El sueño de un mantero es dejar la calle. Su primera batalla es conseguir trabajo. Luego se les puede condenar por estar en la acera vendiendo en un top manta. Cuando les han llenado la pechera de antecedentes penales por la venta ambulante, comprenden que así nunca obtendrán sus papeles. Esto es un drama y la Ley de extranjería un atentado contra los derechos humanos. No hay mucho que discutir. Este país exportó a miles de exiliados tras la guerra civil, recibidos con los brazos abiertos en Hispanoamérica. Solo hay que recordar la épica del Sinaia, ese barco infinito en su propia leyenda que condujo a cientos de republicanos hasta el México amigo del presidente Lázaro Cárdenas, con un busto en Córdoba frente a La Casa del Libro. Ahí estaban Pedro Garfias y Juan Rejano. Y además de poetas, editores, abogados, impresores, médicos, profesores, obreros. Gente que escapaba porque quería seguir viviendo. Mirar hacia otro lado, empezar con toda esa basura de España para los españoles, no es solo ignorancia, sino el peor pelaje de maldad.

Eso sí: la solución no puede ser robar a los creadores, como ha propuesto Podemos con un imperdonable oportunismo tras la desgraciada muerte por infarto de un mantero. Que se despenalice la piratería. O sea, que se legalice el robo. Porque la propiedad intelectual debe parecerle a Pablo Iglesias una cosa de pijos. Qué gente. Les parece muy bien que Messi o que Ronaldo ganen millones por sus ingresos en publicidad, generados por la venta de sus derechos de imagen, y perderán el culo por hacerse una foto con ellos y colgarla en las redes sociales. Pero los escritores, los músicos, los cineastas, no tienen derecho a vivir de sus derechos de propiedad intelectual. Porque la cultura tiene que ser gratis. Pues tampoco tendremos derecho a comer, ni a poder comprar a nuestros hijos unos pantalones. Cantautores de luz comprometida, regalad vuestros discos en la Plaza Mayor. Yo entonces seguiré, metafóricamente, al capitalista Valle-Inclán, que fue escritor y vivió de su escritura, cuando pidió en Luces de Bohemia instalar la guillotina en la Puerta del Sol para los sinvergüenzas.

* Escritor