En vísperas de la Navidad, fallecía en Córdoba a los 91 años la doctora Rafaela Tuñón Cruz, referente en el terreno de la pediatría y mujer adelantada a su época, inteligente, muy preparada y libre. Su nombre dirá poco o nada a los más jóvenes, incluidas las nuevas cosechas de profesionales de la salud, pues desde su jubilación mantenía una existencia retirada y tranquila aunque no quieta, porque le apas ionaba la vida y, hasta que hace un par de años sufrió un ictus que mermó sus bríos, la disfrutaba con viajes, lecturas y aficiones tan dispares como la jardinería, los toros y el encaje de bolillos. Pero a los colegas que llegaron a tiempo de conocerla en su salsa y a los que fuimos niños hace muchas décadas doña Rafaela Tuñón, Fali para los íntimos, nos dejó el recuerdo de una doctora sabia e intuitiva, que no solo se preocupaba por la salud de sus pequeños pacientes sino por las condiciones familiares que los rodeaban en un tiempo en que la asistencia social estaba en mantilla; una especialista para quien, lo mismo en la pública que en la privada, la medicina era además de ciencia, una especie de arte que ayuda a profundizar en el conocimiento del ser humano y a protegerlo de los males del mundo.

Hace semanas, desde el día en que supe de su muerte a través de su sobrina Casiana Muñoz Tuñón -sí, la subdirectora del Instituto de Astrofísica de Canarias, otra eminente rompedora de moldes como su tía-, desde ese día, digo, venía sopesando si dejar en este espacio una semblanza de aquella pediatra que adivinaba con su «técnica del ojeo», como la llamaba con su agudo sentido del humor, la dolencia del niño nada más verlo a él... y a su madre, cuyo semblante la ponía en la pista del diagnóstico. Si no lo había hecho hasta ahora fue por pudor, por ese código no escrito entre periodistas de la vieja guardia que desaconseja hablar o escribir en primera persona sobre asuntos que te tocan directamente, incluso en estas páginas de opinión. Pero la publicación en ellas de una entrañable carta al director me ha hecho cambiar de idea por una simple cuestión de justicia. En este escrito Manuel Armenteros -un padre más entre las varias generaciones que acudieron a su consulta en los 42 años de ejercicio absolutamente vocacional- se hacía eco del movimiento nacido para reivindicar una calle o plaza a su nombre en Ciudad Jardín, barrio en que doña Rafaela, cuando no trabajaba para la Seguridad Social, asistía de pago, aunque muchas veces no cobraba, en su casita de la calle Siete de Mayo, donde ha vivido desde que se instaló allí en los años cuarenta su numerosa familia. La mía, todos los niños de mi familia, que también es abundante en tíos y primos, crecimos supervisados, sin que jamás cobrara un céntimo, por el ojo clínico y el espíritu avanzado de esta facultativa -muy amiga de mi padrino, Miguel Domínguez Rascón, visitador médico-, que disponía de lo último en aparatos de rayos X, y que ya en los años sesenta escribía las recetas a máquina, el colmo de la modernidad.

Siendo la menor de nueve hermanos, todos con carrera por empeño de su madre, viuda desde joven, estudió con beca en la Facultad de Medicina de Madrid, de la que salió contagiada del espíritu humanista de maestros como Laín Entralgo y Marañón. Con 23 años ganó las oposiciones a puericultor, superando también las de médico de familia y bacteriólogo. Era menuda y guapa, parca en sonrisas y de pocas palabras cuando llevaba puesta la bata blanca, pero por los ojos almendrados y chispeantes se le escapaba la inmensa ternura que sentía por sus niños, a los que quería como a los hijos que no tuvo. Fue una mujer única e inclasificable que se movía a gusto lo mismo entre lo culto que lo popular, porque, como resume su sobrina Casiana, «le gustaba la gente». Y a la gente le gustaba ella. Se merece de sobra que Córdoba la recuerde en su callejero.