Intentó llevar una vida discreta, siempre a lo suyo, que era hacer el bien sin mirar a quién; pero con el paso de los años y sus problemas, para los que siempre sabía encontrar una solución por muy complicados que fueran, llegó a hacerse tan popular y querida en su barrio, el Realejo, que su funeral se convirtió en un duelo colectivo como pocos se recuerdan. Se llamaba Pilar Chofle Miranda, aunque para todos era simplemente Pilar, una mujer de modesta condición, pero capaz de sacar recursos hasta de debajo de las piedras para alimentar las muchas bocas que había en su casa, porque todas las que llegaban eran bien recibidas. Y así fue como se las ingenió, con simpatía hacia todo el mundo y un enorme amor a los suyos, para hacer a diario el milagro del pan y los peces hasta casi el final de su larga vida, pues ha muerto a los 99 años tras sobrevivir a un cáncer y otras enfermedades a las que se negaba a dar importancia.

De hecho, hasta hace poco se la podía ver sentada junto a la parada del autobús en silla de ruedas --ella que con tanto garbo y salero había taconeado en sus idas y venidas buscando ayudas-- al sol de la mañana, siempre acompañada por su hija Pili o alguno de sus nietos. Incluso entonces, hecha una pasa pero «muy limpita», que era de lo único que se enorgullecía, ya con la memoria anclada en sabe Dios qué recodo del camino, Pilar tenía un chascarrillo a punto o una palabra de aliento para cuantos se acercaban a saludarla en un chorreo continuo, pues en el barrio era una institución.

Pilar Chofle Miranda había nacido en La Carlota y era la cuarta hija de un matrimonio campesino de doce hijos, de modo que desde niña supo tanto lo que era la lucha por la supervivencia como las penas y alegrías que se cuecen en un clan numeroso. Siendo aún pequeña, la familia se vino a la capital, asentándose en la calle Escañuela, del barrio de San Lorenzo. Los avatares de la vida la llevaron a convertirse en madre soltera de dos hijos, Pilar y Salvador, a los que sacó adelante con mucho trabajo --limpiando casas ajenas--, pero sin complejos, en una época hostil para todo el que se saliera de los cánones más ortodoxos. Por aquel tiempo se mudó al número 57 de la calle Almonas. Y allí fue donde pronto empezó su familia a crecer, porque en esa misma calle --entonces una de las más comerciales de la ciudad por su cercanía a la Corredera-- existía la denominada Fonda El Carmen, y algunas de sus huéspedes, extranjeras, propusieron a Pilar atender a sus hijos mientras ellas trabajaban, a cambio de pagarle su manutención.

Pero sucedieron dos cosas: que la «guardería» resultó tan bien atendida y económica que inmediatamente vio su exigua capacidad colmada, y que al poco tiempo las madres no solo se olvidaron de pagar sino hasta de sus propios retoños. Se esfumaron sin más. Y Pilar, que desde el primer día había tratado a aquellos bebés de todos los colores como propios, quizá imaginándose cómo acabaría la cosa, se encontró con cinco hijos más, que para ella han sido tan carne de su carne como los dos primeros, unidos a sus hermanos postizos por el cariño que la madre les inculcó. Muchos años después, ya mudada metros más abajo, a la calle Mansera, la televisión descubrió a esta «madre coraje» y le llegaron reconocimientos en cascada que ella misma frenó por no remover el pasado de sus hijos. Ni ellos ni cuantos la conocieron la olvidarán jamás.