Las maravillas de la ingeniería nos fascinan porque retan a las leyes de la naturaleza. Toda construcción humana, y especialmente un puente, tiene como objetivo superar las limitaciones de la ley de la gravedad. Y cuanto más osado sea el desafío más nos atraerá conseguirlo. Pero en ese camino del más difícil, más largo, más alto, todavía, suele haber pasos erróneos.

La ingeniería se encarga desde hace siglos de minorarlos, y desde la Revolución Industrial de objetivarlos, para garantizar el éxito. Pero eso es imposible. La retahíla de colapsos de puentes célebres es notoria y solo hay tres causas: fallo en el diseño, fallo en la ejecución o un fenómeno natural. Como en este último caso nadie paga el pato, suele ser el más socorrido y preferido por las autoridades. Siempre acaban siendo el temporal, un rayo, el exceso de lluvia, un viento inusitadamente fuerte... el culpable, que nunca pide perdón ni resarce el mal. Eso sí, hay un cómplice reincidente en cualquier desastre: el paso del tiempo sin mantenimiento. Como si no supiésemos que todo tiende a caer, que tarde o temprano la masa terrestre acaba acercando al suelo todo lo que el hombre intentar erigir. Hasta el acueducto de Segovia caerá, tarde, pues es milenario, pero lo hará, a no ser que lo vayan reparando.

Afortunadamente el propio gremio arquitectónico e ingenieril, por definición curioso, se dedica a analizar las causas cuando algo falla, y casi siempre resulta ser fallo humano. De entrada, por no haber previsto ciertos escenarios, sean naturales o de exceso de carga. Pero a menudo, tras el análisis, quedan a la vista negligencias constructivas. No errores, sino deliberados cambios en el diseño, con dos objetivos claros: abaratar la obra y acortar los plazos de ejecución. Cosa que por cierto nunca es veraz, pues a la propia constructora le interesa incrementar la obra y su coste.

Lo verdaderamente terrible es que, en muchas ocasiones, como el puente de Angers, Quebec, Tacoma, Mineapolis, se descubrió la utilización de materiales de peor calidad que los prescritos. O ejecuciones precipitadas realizadas por operarios no expertos, o ahorro de toneladas de hierro en las armaduras… Todo arquitecto e ingeniero sabe que justo antes de comenzar una obra, el equipo de la empresa constructora se dedica a introducir «algunas peoras» con la excusa, ya comentada, de ahorrar tiempo y dinero, para sus bajas temerarias.

Lo importante no es, como ahora dirán los políticos -como han dicho ya en Vigo- hacer un informe y depurar responsabilidades, pues nunca las hay. Tan solo revisar urgentemente todos los puentes que usamos y crear un protocolo efectivo donde la seguridad esté por encima de exhibicionismo creativo o cicatería constructiva. Sabiendo que hay una fuerza que constantemente estará intentando venirlo abajo.

En el caso del puente Morandi, no hay perdón, pues desde su construcción constaba su debilidad, y aun así se ha ido escatimando durante medio siglo. Ya dicen que un rayó debilitó una torre.

* Arquitecto