Lo primero que deseo, al comienzo de este artículo, es manifestar mi devoción hacia el personaje que lo protagoniza. Aunque conozco su obra desde siempre, mantengo con él un trato más personal y menos libresco desde hace unos treinta años. Al igual que Concha, mi mujer, me considero un rendido admirador del ingenio de ese amigo al que tanto aprecio y respeto. Me refiero a Ginés Liébana Velasco (Torredonjimeno, Jaén, 1921), la última voz viva y, a mi entender, la más diversa de las que integraron Cántico, eterna «joven promesa» en el arte del vivir al que, con 98 años ya cumplidos, le restan aún varios de creación, supongo que algo menos caóticos, alucinantes y libertinos que aquellos que hasta ahora han conformado su existencia (¡aunque cualquiera sabe!). Considero a Ginés un personaje maravilloso: como artista, como escritor y como poeta, al que bien hubieran podido conducir (si él se hubiera dejado llevar) a lo más alto del Olimpo, lugar al que por su obra y su trayectoria sin duda pertenece. En su día fue reconocido con la Medalla de Oro al Mérito a las Bellas Artes.

Tengo la suerte de escuchar su voz en las largas conversaciones telefónicas que mantenemos a veces, en las que, entre risas, despliega esos habilidosos juegos de palabras en los que es tan diestro. Lo mismo en su casa de Chamartín, a la que me acerco de tarde en tarde desde hace más de seis lustros, y en donde lo mismo me canta una coplilla que me recita un poema, o bien improvisa un dibujo con el que inaugurar uno de esos cuadernos míos de «autógrafos» que tanta gracia le hacen: un honor con el que me distingue y en donde plasma de un modo sencillo su personalidad más auténtica. Mientras estoy con él, se mueve escurridizo por varios temas no siempre concurrentes: ya sea el absurdo, el arte, la literatura, el flamenco, las gentes más sabias y castizas de nuestra tierra, recuerdos de sus fiestas y tradiciones, así como algunos de su libros o de mis publicaciones más recientes, las cuales gusta de comentar. También hablamos de cultura popular o del pueblo de Valenzuela, su particular y algo mitificado Macondo. Allí, en su estudio madrileño, con ese apego suyo hacia la provocación, hace que odie todo aquello que tenga que ver con lo chabacano y lo vulgar. ¡Cuánto he aprendido así de él! Lo que no es obstáculo para que siempre descubra algún matiz nuevo en su peculiar discurso, entre cuyas frases juguetea con el humor más elegante. En la compañía siempre grata de algún otro contertulio o de amigos ya antiguos del mundo de la cultura, disloca para nuestro deleite alguna de sus frases más emblemáticas, en unas tardes a las que parece que nunca llegará el ocaso. También él me escucha, mientras inventa en sus respuestas las palabras más precisas que, con agilidad, anota en su libreta para corregirlas más tarde y poder discutirlas conmigo.

En sus visitas a Córdoba, he recorrido con él sus calles y aprendido mucho de sus comentarios, mientras la conversación discurría entre lo divino y lo más mundano; también he disfrutado de su compañía en sus visitas a la UNED o al Instituto Luis de Góngora, entidades en las que profeso y, en el caso de esta última, donde cursó Ginés sus estudios con Pablo García Baena; o bien en alguna de las tabernas de la provincia, como la del Tuta, en la ochavada plaza de Poley, en compañía de Vicente Núñez, donde he sido testigo de conversaciones auténticamente surrealistas. También hemos coincidido en el Instituto Olof Palme, o con los Amigos de los Jardines Públicos de Córdoba. Con estos últimos participé con él en una actividad que recuerdo de forma especial, en compañía también del senador Joaquín Martínez Björkman, muy respetado por ambos: la reivindicación del derecho a la vida de una de nuestras más célebres coscojas que, en una discutida actuación urbanística del entonces Gobierno Municipal, se llevaran por delante en un tórrido estío desde la más céntrica plaza de la ciudad. La polémica quedó reflejada en la prensa cuando se sumaron a nuestra causa alguna que otra personalidad de la política y de la cultura; entre ellas, la malograda ministra Loyola de Palacio, quien mantuvo una excelente relación personal con Ginés, de quien recibió consejo y alguna que otra enseñanza sobre el arte del dibujo, en el que destaca como consumado maestro. Ahora, tras su último libro presentado en nuestra pasada Feria del Libro, inaugura en primavera, en la Casa de la Moneda, una exposición que ha contado con la presencia de la vicepresidenta del Gobierno Carmen Calvo: Acorde del Duende. El imaginario de Ginés Liébana. Una ocasión única para reconocer el genio y la personalidad de quien aún reivindica la tradición oral y, sobre todo, el contacto vivo con lo popular.

Hay artistas que consumen rápido su genio, como estrellas fugaces; otros necesitan de todo un siglo para desplegar su talento infinito y laberíntico. Ginés Liébana es uno de estos últimos.

* Catedrático