Vivimos tiempos tan convulsos como incomprensibles y surrealistas, gobernados por una suerte de vórtice colectivo capaz de confirmar por sí mismo, de forma reiterada, que la estupidez humana no tiene límites. Basta leer la prensa, o ver los telediarios, para encontrar ejemplos sobrados que permiten dudar seriamente de la cordura de eso que llamamos, con afán pretencioso, género humano, empeñado desde el principio de los tiempos en dejar salir, sin límites ni gobierno, su parte más animal, torpe, cruel y despiadada, de no aprender jamás de sus errores. Ya no entro en temas relacionados con el consumismo feroz, la potenciación del odio resucitando de paso viejos fantasmas, o nuestro afán por dinamitar lo que tanto nos ha costado construir; en la evolución de ciertos usos o modas, capaces de poner feos a los guapos, de clonizar al personal a golpe de bisturí en un intento estéril de detener el tiempo, o de sustituir por robots a los directores de orquesta; en la degradación mental programada que consigue cierto tipo de televisión, empeñada en potenciar lo peor de cada uno; en el control y manipulación de la información desde muy diferentes ámbitos, que nos mantiene ignorantes o in albis de todo aquello que pueda proporcionarnos criterio; en la obsesión por los móviles y desnudar el pudor y la vida en las redes sociales, que llega incluso al Parlamento de la nación; en el pan y circo salvaje propugnado por nuestros políticos, reconvertidos los ayuntamientos por la vía de los hechos en activísimos promotores de festejos y espectáculos, mientras crecen el paro y el empleo precario; en la ausencia clamorosa de un periodismo de investigación comprometido, vendido sin condiciones a quien le paga; en la manía por llamar buen tiempo a la sequía y malo a la lluvia, que a este paso vamos a tener que ilustrar a los niños con una manguera; en la corrupción generalizada, espejo de una sociedad enferma, encantada sin embargo con sus achaques; en los recortes y las pensiones a la baja, que limitan cada vez más derechos, vida y futuro, resignados todos estúpidamente a lo que Dios quiera; en el cambio climático, gobernado por una naturaleza cabreada, ante la cual no caben parches ni apósitos; en el deterioro cada vez mayor de una educación agotada de tanto mangoneo, que enrasa por abajo, premia a los malos y exilia a los buenos, propiciando el triunfo de los mediocres; en la doble moral que lo impregna todo, como un sudario violáceo y nauseabundo destinado a camuflar el cinismo, la hipocresía y la podredumbre; ni tampoco en el miedo que nos desasosiega, conjurado inútilmente a golpe de palabrería y de bolardo… No; me refiero a aspectos aún más sobrecogedores de este mundo que hemos creado entre todos, del que nos ufanamos y presumimos ciegamente, inválidos emocionales ante lo que en último término debería ser sólo motivo de oprobio y vergüenza.

Padres que maltratan hasta la muerte a sus hijos; que los asesinan para hacer daño a sus parejas o ex parejas antes de matarlas también a ellas; niños aprisionados entre los bajos de camiones o autobuses, ansiosos de libertad y de paraíso; desfiles de alta costura para perros, sobre fondos de hambre y comedores sociales; aviones repletos de borrachos violentos, imantados por un turismo de masas que vende el exceso, aun a costa de la paz y el sosiego del resto de ciudadanos; jóvenes que se dejan cerebro y futuro en drogas y botellones; mujeres recién paridas que pierden la cabeza por mor de ascensores en mal estado; listas de espera que dan la vuelta a la manzana; bebés muertos por negligencias médicas; menores de edad corneados por toros y vaquillas; penas de cárcel por dar un cachete a un hijo, mientras ladrones y asesinos campan libres y a sus anchas; tráfico de armas, de órganos y de personas, emponzoñando el aire; guerras, masacres y tragedias humanitarias, adobadas por miles de cadáveres despedazados, ahogados o muertos de inanición, que no conmueven ya a nadie; juegos de desafío y de guerra, que amenazan con robarnos la paz y la convivencia… Lo resume el gran Forges en una de sus viñetas: somos libres, sí, pero sólo para elegir el banco que nos exprima, la cadena de televisión que nos embrutezca, la petrolera que nos esquilme, la comida que nos envenene, la red de telefonía que nos time, el informador que nos desinforme, la opción política que nos estafe. Un panorama mucho más siniestro, brutal y expresionista que macondino. La vida no es sólo comer, dormir, consumir o folgar. También es desdicha, crimen, crueldad, marginación, estupidez, provocación, saña; un retrato en blanco y negro manchado de rojo sangre que nos emborricamos en hacer añicos. Nada, créanme, de lo que debiéramos vanagloriarnos.H

* Catedrático de Arqueología de la Universidad de Córdoba