Finalizada la primera vuelta de las elecciones presidenciales y legislativas en Brasil, solo hay una certeza, y es que una mayor parte del electorado ha castigado a los partidos tradicionales fortaleciendo de manera clara el ascenso del populismo de extrema derecha. En efecto, en las legislativas, los partidos tradicionales PSDB y MDB han sido fuertemente derrotados en las dos cámaras, mientras que el PT de Lula ha perdido la mitad de sus representantes en el Senado (de 13 a 6), aunque se ha mantenido como primera fuerza en la Cámara de Diputados (si bien perdiendo doce escaños). Respecto a las presidenciales, han pasado a la segunda vuelta Jair Bolsonaro (candidato de derecha por el PSL) (con el 46,03% de los votos válidos) y Fernando Haddad (candidato de izquierda por el PT (con el 29,28%).

Determinados círculos de opinión están difundiendo la idea de que ambos candidatos son políticos extremistas, mostrando una sociedad brasileña más polarizada de lo que realmente está. Además, se está extendiendo la opinión de que los gobiernos del PT (Lula y Dilma Rousseff) han sido un desastre por su mala gestión, y que por eso hay que impedir la victoria de su candidato Haddad. Creo que esas afirmaciones son demasiado simplistas.

Respecto a la polarización entre dos candidatos extremos, ¿cómo puede decirse con un mínimo de rigor que el «petista» Fernando Haddad es de extrema izquierda? No hay base alguna para hacer ese tipo de afirmación, salvo que sea mal intencionada. Haddad, el candidato del PT, no tiene el perfil de un extremista, y nunca lo tuvo, ni cuando fue ministro de Educación en el Gobierno de Lula en 2005, y luego en el de Dilma Rousseff en 2012, ni cuando ejerció de alcalde de São Paulo entre 2013 y 2017. Siempre ha sido un político moderado, especialmente cuidadoso en la gestión de los asuntos generales y comedido en sus opiniones y declaraciones públicas.

Sin embargo, en el otro lado tenemos un candidato como Bolsonaro, del que, por su perfil y manifestaciones, sí se puede decir que es de extrema derecha. Capitán del ejército en la reserva y diputado desde 1993 por siete partidos políticos diferentes, Bolsonaro suele ensalzar el poder militar, hasta el punto de afirmar públicamente y con absoluto descaro que los gobiernos de la dictadura brasileña (1964-1985) solo cometieron el error de torturar y matar a unos pocos cientos de personas, cuando «tenían que haber matado a unas 30.000». Además, hace gala de su odio a las mujeres y se jacta de su machismo y virilidad.

Por eso, comparando el perfil de los dos candidatos que han pasado a la segunda vuelta, no puede aceptarse la tesis, interesada, de que las elecciones brasileñas se dirimen entre dos candidatos extremistas. En todo caso sería entre una candidatura de extrema derecha (Bolsonaro) y otra de izquierda moderada (Haddad). Basta recordar que nunca los candidatos del PT han sido políticos extremistas, sino todo lo contrario, respetuosos con la separación de poderes y el funcionamento de las instituciones democráticas. Siempre que han asumido responsabilidades de gobierno a nivel regional o nacional, el PT nunca ha planteado sus políticas desde el radicalismo, sino desde el posibilismo, pensando en los intereses generales y dirigiéndose al conjunto de la ciudadanía brasileña.

Además, el argumento de que los gobiernos del PT fueron un desastre es difícil de sostener si se analizan algunos datos. Al inicio del primer gobierno de Lula, la deuda externa brasileña era de 227 mil millones de dólares, y las reservas de tan solo 37 mil millones. Al final del primer gobierno de Dilma Rousseff, las reservas habían aumentado hasta los 364 mil millones de dólares, y se había reducido la tasa de desempleo al 4,5%, lo que en economia equivale a pleno empleo. Todo ello permitió que Brasil escalara doce puestos en el ránking de las economías del mundo (del 18º al 6º).

Ese crecimiento permitió aumentar el gasto público en educación, doblando el número de universidades y de alumnos egresados. La reducción de la pobreza, con políticas sociales (como el programa Fome Zero) y subidas del salario mínimo, significó sacar a Brasil del mapa del hambre de la FAO, además de reducirse sensiblemente la tasa de mortalidad infantil (de más de 80 por mil al comienzo del primer gobierno Lula en 2003 a 15 por mil, al final del mandato de Dilma). Respecto al consumo y la producción, el programa Minha casa, Minha vida fue uno de los de mayor éxito, con la construcción y adquisición de aproximadamente 4 millones de nuevas viviendas.

En definitiva, si hay un candidato extremista, ese es Bolsonaro, y harían bien agrupándose todos los demócratas brasileños en torno a Haddad, para que este pueda ganar en la segunda vuelta de las elecciones, recuperando el pulso social de las políticas públicas y evitando que Brasil se encamine por la senda del autoritarismo.

* Catedrático Economía. Universidad Federal de Uberlandia (Minas Gerais, Brasil)