Yo era aún adolescente, pero se me quedó grabada la contundencia con la que Camilo José Cela respondió a unos efervescentes universitarios que reclamaban una vida de calidad después de la inversión de su tiempo vital en los estudios, en un debate guiado por la siempre notable Mercedes Milá: «No, señores, no, ustedes se equivocan. A la universidad se va a aprender. No es una Oficina de Empleo».

Posteriormente, he utilizado este y otros argumentos en mis clases, pese a que suponen tirar piedras en mi propio tejado. Y es que es cierto que, por ejemplo, cuando ponemos nuestra vida en manos de un médico para una operación a corazón abierto o nos tomamos las medicinas que nos receta, ignoramos si sacó la carrera con matrícula de honor o con un suficiente raspado, si aprobó por méritos propios o copiando. Y confiamos. Confiamos en un título de papel como aval de un conocimiento. Pero, pese a que está claro que un título no asegura la sapiencia, en este país parece que sí es garante de la profesionalidad. O eso o si no hay cosas que no se explican, como ese afán por engrosar un currículo con cromos --como se conoce en el argot a acumular méritos para quienes aspiran a acreditarse por Aneca-- cuando lo realmente meritorio es el oficio, las habilidades, el saber hacer de verdad que muchas veces tienen por el desarrollo profesional quienes no han podido acceder a unos estudios.

Es un complejo que nos afecta a todos, al fin y al cabo es lo primero que hacemos cuando nos presentamos, decir nuestro nombre y qué somos vinculado a los estudios o el puesto desempeñado, como si ello sirviera para tener mayor valía que la humana.

Acceder a unos estudios sigue siendo, a pesar de todo, un privilegio. Y estudiar en según qué centros facilita un apellido a un título genérico que es, a menudo, lo que inclina la balanza hacia uno u otro candidato a un puesto. Lo saben bien algunos padres cuando pagan altísimos precios por un producto que no les va a decepcionar, es entonces cuando el alumno se convierte en cliente y entonces la perspectiva del aprendizaje como objetivo de la universidad se pierde y aparece el mercantilismo, en una batalla entre el prestigio y la exigencia, por una parte, y la garantía de la obtención de un resultado, y por ende un título, por otra. Y luego se ve lo que se ve, aunque ya sabemos que el triunfo de la mediocridad viene parejo a su osadía, y esta es grande en quien no tiene el freno en el respeto por la inmensidad inabarcable del conocimiento, como el célebre «solo sé que no sé nada» de Sócrates.

Es una lástima que nos quedemos en los aspectos superficiales del conocimiento, esto es, en los títulos, y que persiguiendo El Dorado diluyamos las cuestiones prácticas. También es una tarea del docente embriagar al estudiante con el deleite del conocimiento y contribuir a su formación integral e íntegra como ser humano que tenga una utilidad y responsabilidad social. Así que mejor me quedo con aquello otro de «por sus obras les conoceréis».

* Periodista y experta en seguridad