La primera fiesta nacional de la dictadura franquista fue el 2 de mayo, en principio solo en la zona sublevada, puesto que fue aprobada en abril de 1937, e inmediatamente después llegaría la del 18 de julio, sin olvidarse de establecer un paralelismo entre ambas, porque si en 1808 los españoles se habían levantado contra una invasión extranjera, ahora en 1936 se veían obligados a defenderse de la agresión comunista, es decir, eran considerados como dos levantamientos populares cuyo objetivo era la defensa de la nación española. Poco después llegaría la del 1 de octubre, proclamada como día del Caudillo, pues se conmemoraba el aniversario de su exaltación a la jefatura del Estado en ese día de 1936. Estas fiestas, establecidas durante la guerra, tendrían su continuidad a lo largo de los años de dictadura. No tuvieron tanta suerte otras como la del 19 de abril, que recordaba la unificación forzada de falangistas y tradicionalistas, o el 13 de julio, aniversario del asesinato de Calvo Sotelo. Esta última perdió peso frente a los rituales establecidos en memoria de José Antonio Primo de Rivera el 20 de noviembre. La única fiesta que se mantuvo de antes fue la del 12 de octubre (y que con distinto significado conservamos en la actualidad).

Ayer, 1 de abril, fue cuando tuvo lugar el final de la guerra civil, con la difusión del tantas veces citado último parte de guerra fechado en Burgos. Se han cumplido ochenta años de aquel momento, que en Madrid fue celebrado de manera especial con un gran desfile militar en el mes de mayo, pero en los años siguientes el día de la Victoria se conmemoraría el 1 de abril, acompañado por supuesto de su correspondiente parada militar, y si bien en 1964, al conmemorar los «25 Años de Paz», se denominó «desfile de la paz» (por cierto, que ese año fue la primera vez que Juan Carlos asistió al mismo junto a Franco), luego volvería a la denominación original porque siempre se consideró que en 1939 se produjo la victoria de unos españoles sobre otros, y por tanto, como escribió Paloma Aguilar en Memoria y olvido de la Guerra Civil española, «Franco espera que nadie olvide que ha conseguido el poder con la fuerza de las armas y que la victoria le confiere la legitimidad del usufructo del poder». De acuerdo con esos principios era difícil que una celebración como aquella pudiese servir para superar los traumas que en la sociedad española había provocado la guerra, cuyo final de ninguna manera llegaba después de un pacto o de un acuerdo basado en el respeto mutuo, sino todo lo contrario, se institucionalizó el desprecio y la humillación de los vencidos.

La dictadura nunca buscó la reconciliación, palabra que nacería de las filas de la oposición. Los partidarios de que Franco mantuviera su poder absoluto lo fueron también de la política represiva de la cual hizo gala hasta 1975, por ello resulta incomprensible que haya quienes se encojan de hombros ante la decisión de que Franco salga del Valle de los Caídos, porque sí debe importarnos a todos, transcurridas ocho décadas desde el final de la guerra, que aún pueda recibir algún tipo de reconocimiento quien tanto mal causó en España. Y en todo caso lo que sí debemos lamentar es que la izquierda que gobernó en los años ochenta mostrara tanta timidez, por utilizar una palabra benévola, ante todo cuanto tenía que ver con la memoria de la represión franquista, no solo durante la guerra, sino también después. Me parece vergonzoso que quien fuera vicepresidente del Gobierno y que afirmaba estar en el ejecutivo socialista de «oyente», Alfonso Guerra, haya dicho que algunos boxean con el fantasma de Franco o que proceder a la exhumación iba a movilizar a los franquistas. Resulta curioso que Rivera y Casado coincidan con él en su planteamiento de que no hay que ocuparse de Franco.

* Historiador