Cuando soy testigo de alguna humillación pública donde una persona es acosada por una mayoría, donde la masa se mimetiza y transforma en brazo inquebrantable de la justicia, siempre me pongo de parte de la víctima. Tal vez sea por la edad, porque odio el griterío o por efectos del cine, pues también es recurrente que, en momentos así, visualizo indefectiblemente aquella escena de La jauría humana, película de Arthur Penn, donde una multitud exacerbada quiere hacer justicia con las tripas y no con la razón; donde el sheriff Marlon Brando está a punto de perder la vida por evitar el linchamiento que pretenden llevar a cabo los vecinos de un barrio residencial contra un advenedizo, papel inolvidable de Robert Redford. Salvando las diferencias, tal sensación la he vuelto a sentir esta semana cuando Cristina Cifuentes, de blanco inmaculado, comparecía para dar cuenta de su renuncia tras haber sido pillada en «un error involuntario». Por supuesto que ella se lo ha buscado, por su insistencia y persistencia en mantenerse en el sillón del que ya había sido expulsada por su osadía, por sus mentiras y por la falta de valor --algo común a toda la clase política-- para arrostrar la verdad por amarga que esta sea. Pero después de ese trago de la expresidenta, que tiene hijos, familia y amigos, vinieron las teles con su legión de tertulianos, todos purísimos como bien sabemos, y los anónimos de las redes sociales a enterrarla en vida con todo tipo de chanzas y palabrotas. De tal forma que esta ciudadana quedará en la memoria colectiva como la usurpadora de un máster y la ladrona de dos botes de crema. Bien caro que lo va a pagar, pues cuando un político cae en desgracia lo malo no es lo que pierde, sino lo solo que se queda. A mí la anécdota de la sustración de los afeites me lleva a la infancia (otra vez, será la edad) en la que lo primero que nos metieron en la cabeza fue que no se toca lo que no es de uno. Recuerdo una y otra vez la voz de mi madre, al salir de casa para el colegio o cuando iba por primera vez a un sitio público por trabajo o placer, «hijo mío no toques nada que no sea tuyo». «Niño eso no se hace, eso no se toca» es para mí la regla de oro incrustada en mi cerebro como el «Dios y mi derecho» en el escudo real de la monarquía británica. Esta advertencia de no coger lo que no sea tuyo, robar o mangar como ahora se dice, solía apoyarla mi madre con la leyenda de un ladrón al que iban a colgar en la plaza pública, que sintiendo ya la soga en el cuello, fueron sus última palabras para responsabilizar a su propia madre de su infortunio y vergonzoso final por haber aceptado aquellas primeras tijeras que robó siendo un niño.

* Periodista