No sé si será porque mi padre tuvo tienda, un sobrio y humilde negocio de tejidos con el que sacó adelante a mi familia, pero siempre he sentido un afecto inquebrantable por las tiendas de barrio. En ellas veo fragmentos de una etapa inocente y feliz de mi existencia: de alguna manera son trozos de mi vida en los que resucito estampas de otra época. En el fondo somos una íntima fusión de colores, sabores, aromas y sonidos procedentes de espacios y tiempos diferentes que conforman la esencia de nuestra identidad. Y mi modo de ser y sentir la realidad se fraguó en los años primeros de mi infancia en un barrio sencillo, amable y cuasi mágico de mi pueblo natal que hoy vuelvo a revivir en el popular barrio cordobés que habito, Ciudad Jardín, que, aun siendo más ampuloso y habitado, despide en esencia la misma familiaridad y el encanto sublime de aquel donde fui niño. Uno siente que el tiempo es un frágil boomerang o un elíptico rayo de sol que nos posee y, después de alejarse, vuelve a entrar en nuestra consciencia reviviendo las voces, los días, los lugares, los seres queridos que ya no están aquí y, sin embargo, nos siguen conteniendo. A veces camino por la calle donde vivo o cualquiera de las adyacentes y, al pasar junto a una tienda sencilla (frutería, carnicería o comercio de tejidos) tengo la sensación de que regreso a una edad de mi vida más cálida e inocente. Son los mismos olores y sonidos de mi ayer: el aroma feliz de los plátanos canarios que flotaba en la tienda de mi tía Isabel Arévalo (la amable y dulcísima hermana de abuela Matilde) o la voz de María, mujer de Andrés Esquinas, una campánula suave y cristalina envolviendo su tienda feliz de comestibles a la que yo acudía casi a diario.

En ambos lugares me sentía como en casa: en su aire flotaba un sosiego vespertino que dulcificaba todas las tristezas; pero hoy ya no existen, desaparecieron. Igual que lo hicieron el bar de Tetuán, la bodega de Emilio, la barbería de Ramón o la zapatería de Rafael Quintana, rincones y estancias donde aún sigue existiendo una parte de mí que, aunque no me abandonó, vuela hacia allí como un vencejo herido. Viejas tiendas de barrio, como la de mi padre, llena de retales de felpa y muselina, de ovillos de lana y cajitas de cartón repletas de hebillas o botones nacarados sobre los que aún reposa mi inocencia. Dulces tiendas de barrio que desaparecieron, como un día lo harán, algunas de ellas ya lo han hecho, las más tiernas, sencillas y amables de mi calle, devoradas por el turbión tosco e insensible de las superficies umbrías, gigantescas, donde todo se vuelve amorfo e impersonal, con precios muy bajos, imposibles de batir por los comercios y negocios más humildes. En la calle primera que viví al llegar a Córdoba, la Previsión, había un local pequeño donde una mujer muy tierna y muy sensible atendía a los clientes con un afecto insoslayable que te hacía sentir ese grato bienestar que nos suele acoger cuando entramos de visita a la cálida casa de un familiar querido. Yo iba a comprar con frecuencia a aquella tienda, en vez de acercarme a dos hipermercados que quedaban aún más cerca de mi domicilio. Me gustaba adquirir embutido, algo de fruta, latas de conserva, en fin, cualquier cosilla que pudiera ayudar a la economía familiar de aquella mujer tan dulce y tan afable. Un día, sin embargo, tuvo que cerrar la tienda por una triste incidencia familiar y yo sentí un hueco umbrío en mi interior, pues, sin poderlo evitar, recordé el cierre de aquellos comercios sencillos y diminutos que, a diario, pisé en los días de mi infancia antes de que los cosiera un fiero olvido y languidecieran dentro del silencio. Cuando vuelvo a pasar por la calle Previsión, con cierta frecuencia, miro hacia el local y, de alguna manera, se adhiere a mi mirada un velo plomizo de melancolía. Y es que las tiendas de barrio van cerrándose, se van clausurando lo mismo que los cines que, en otro tiempo, habitaron esta ciudad vaciada por dentro y volcada al exterior, hacia los extrarradios grises y gélidos donde moran y se alzan las grandes superficies que tanto fomenta el voraz capitalismo que apoya a los grandes hundiendo a los más débiles.

Mientras escribo estas líneas, llueve en la ciudad con una morosidad aterciopelada y mi espíritu vuela al lugar donde nací: allí veo la tienda pequeña de mi padre, cerrada igual que otros locales de mi pueblo, o como otras del barrio en que estoy, Ciudad Jardín, que llevo incrustadas en mí sin saber cómo. Quizá lo que he escrito ha sido para reclamar apoyo, afecto y ayuda a las tiendas familiares, a los comercios pequeños de mi barrio y a todos los de mi ciudad y otras ciudades. Nunca olvidaré el silencio de mi padre, la amargura en sus ojos los días en que no hacía caja. Ese mismo silencio, esa lentísima amargura, están dentro de mí y vuelven a salir a flote cada vez que camino por mi barrio cordobés y veo las tiendas pequeñas de tejidos vacías como la de mi padre en aquel tiempo en que mi corazón de niño olía a escarcha, a retales de felpa, a lluvia y muselina.

* Escritor