Las palabras y los acrónimos también tienen sus momentos. Antes de que cayese sobre el Levante esta bíblica gota fría, los meteorólogos introdujeron un tecnicismo ajeno al común de los mortales. Irrumpió en Orihuela la Dana (Depresión Aislada en Niveles Altos) como una siniestra antítesis de las Nanas de la cebolla. Hay vocablos que desaparecieron como antiguos atolones, y otros que pasan por mejores y peores rachas. La catarsis está de vacas flacas. De ser un elemento galvanizador de episodios homéricos en las rutinas diarias, ha perdido fuelle por esta depresiva y extraña autocomplacencia que campa en nuestros tiempos.

Aun así, la catarsis no está perdida, como recordó sabiamente Ricky Rubio tras hacernos nuevamente Campeones del Mundo. Dijo el mejor jugador del campeonato que el deporte es solo deporte, pero ello no impide que sea un buen espejo de la superación personal. Y recurrimos intencionadamente a la primera persona en plural por el efecto metonímico de lo que representa. En este caso, una nación levantisca que, incluso en sus exaltaciones más separatistas, mira de reojo las mandarinas de Llull o contiene el acto reflejo de celebrar el gol de Iniesta. El deporte como crisol de una buena gestión política. El ejemplo paradigmático fue el olfato de Mandela de darle la vuelta al rugby como un calcetín. Ese era el deporte de los afrikaners, el simbolismo de la hegemonía blanca. Madima se alió con el capitán de la selección sudafricana, para ganar el Mundial en su propia casa y darle una primera patada al apartheid.

La gran pregunta tras ese segundo entorchado del basket español es por qué no implementamos en otras esferas ese gen competitivo que nos sitúa como superpotencia deportiva, muy por encima de nuestro peso específico como nación. Tal vez obedezca a que, pese a tanta pátina quijotesca, sea menos líricos que profanos y depositemos en virtuosos que hacen mates o reveses cruzados toda esa soterrada ilusión colectiva. Fuera del perímetro de la cancha, ese crédito se diluye. Nos hacemos los encontradizos con aquel atracón de euforia que fue el Mundial de baloncesto de Japón. Uno de los tótems de aquel triunfo fue el seleccionador. Sin embargo, su estela poco ha irradiado en el ámbito político. Pepu Hernández no pasó de ser un secundón en las prelaciones de Sánchez a la alcaldía madrileña. Una discreta trayectoria política fraguada en torno a la palabra mágica: baloncesto. A ella supuestamente se agarran los líderes empecinados en esta enésima fragmentación de la izquierda. Tanto Sánchez como Iglesias gustan de ensalzar su imagen pública haciendo unas canastas. Mejor hubiera quedado para su narciso tacticismo elegir unos buenos hierros para patear porque hoyos, eso sí, tienen muchos bajos sus pies.

Y Rivera llega un poco tarde para desmontarse de esa imagen de base modosito. Vestido con una cazadora bomber y acompañado de unas cheerleader, él solo se ha fraguado esa imagen retrógrada que hace frotarse las manos a un Casado todavía muy ternito. Las elecciones ya solo las puede parar el horror vacui de la avaricia de las especulaciones; las mismas que han hecho saltar a destiempo al líder de Ciudadanos acordándose de lo malo conocido.

Escribo este artículo justo antes de los recibimientos oficiales a los campeones. A nuestros próceres se les llenará la boca con metáforas baloncestísticas, barriendo para dentro en clave electoral. Pero aquí sí que hilvanan las razones de Estado con el juego en equipo. Precisamente lo que no practican los que nos quieren gobernar.

* Abogado