Dolida, me comentas cómo ha cambiado la vida en los niños de ahora, encerrados en su estupenda piscina sin compartir con nadie. Y yo añado: sí, y en su estupenda videoconsola, en su estupendo móvil, en su estupenda inconsciencia y en su estupenda abulia. Son nuestros nietos, los hijos de nuestros hijos. Sí, querida, ¿qué podríamos recoger de lo que sembramos si hasta nos avergonzamos de lo que nos recuerde el tiempo en que tuvimos inocencia?; aquellos años con nuestros pantaloncitos cortos y nuestros cuellos levantados, cuando en una pulcra escuela apurábamos el lápiz hasta que no podíamos cogerlo. Entonces era inimaginable tirar un trozo de pan, aunque fuese un mendrugo, y si se caía al suelo, nuestra madre lo recogía y lo besaba. Estrenábamos el Domingo de Ramos o heredábamos la ropa del hermano mayor o del vecino. Y cuando se gastaba el abrigo, la abuela lo ponía del revés y cambiaba de lado el bolsillo. Y los juguetes de los Reyes Magos duraban años; y si no había juguetes, nos los inventábamos con chapas o botones. Pero... (¡el «pero» que no nos deja en paz!) llegó el tiempo de los destellos del Poder, el Prestigio y el Dinero, con su propuesta vanidosa. Y cualquiera se queda sin fornicar con las tres Parcas meretrices. Así, traicionamos la honradez y dignidad de nuestros padres, los valores que nos legaron y con los que nos educaron. Y a ver quién era el tonto o el valiente de seguir solo, permaneciendo fiel a ese patrimonio de sus antepasados. Y nos divertíamos con el perverso juego de matarle el alma a palabras sagradas como «amor», «amigo», «transparencia». Ya no necesitábamos a Dios, y declaramos que nunca iba a existir. Convertidos en mentira, nos creímos que lo mismo que nos engañábamos sin pudor, podríamos engañar al mundo entero. Y con la soberbia de esa estupidez engendramos nuestros hijos, o mejor: los matamos, para que no interfirieran en nuestra ansia. Ahora solo queda podredumbre, porque no queremos que nada nos recuerde la verdad que debimos dejar en nuestros vástagos. Ahora nos alimentamos de mentira y corrupción, hipócritamente alarmados de este tiempo, fruto de lo que habíamos injertado. Ahora, cretinos, seniles, doctos en vaciedad, carraspeamos que no entendemos nada, para que nos dejen seguir mintiendo en paz.

* Escritor