Hace ya muchos años, casi tantos como tengo, un día creí caer en la cuenta de que el tiempo pasaba porque el sol se iba y se venía, porque se pasaban las hojas del almanaque, porque se celebraban cumpleaños, porque había noche vieja y noche nueva. Y recuerdo que aquel descubrimiento no me entristeció. Me produjo, eso sí, una especie de desconcierto, y me suscitó unas interrogantes que no me atreví a formular: ¿Pasaba el tiempo o pasaba yo? ¿Cambiaban los días o cambiaba yo? Más tarde, con motivo de una visita familiar, mi amiga Esther, sin rodeos, al conocer a mis tías, exclamó: ¡Tu madre --tenía cuarenta años-- es la más vieja! Yo me quedé mirándolas y, ante la evidencia de que era la mayor, contesté sin pausa: pero es la más guapa. Tan solo tenía ocho años de los de entonces, lo que equivale a decir que era una ignorante mocosa. No obstante la palabra vieja debió parecerme un insulto ante el cual me rebelé. Hoy, años ya, creo que estoy en disposición de opinar acerca del paso del tiempo que, increíblemente, dejó de preocuparme, porque creo haber aprendido a amarlo y hasta a venerarlo. Hoy, como dice el poeta, comprendo sus intentos, su disposición natural, sus secretos y sus misterios. El tiempo cambió y me cambió. Hoy puedo dar la cara al sol y oír el canto del mar; nada, salvo el ciclón, podrá sacudirme. Ayer éramos un pensamiento silencioso escondido en los rincones del olvido. Hoy somos una voz potente que puede hacer retumbar el universo. Y esto no son meras palabras bonitas, nacidas al rescoldo nostálgico de un año que terminó. Son, eso sí, realidad experimentada.

* Maestra y escritora