El siglo XX no solo fue el más cruel y sanguinario desde que el homo sapiens se independizó, evolucionando, de los primates predecesores, sino también el más acelerado e impaciente de la Historia. Dejaremos para otro día inventariar las matanzas y los genocidios, que culminaron en Hiroshima y Nagasaki, y nos detendremos solamente en la velocidad con la que se han mudado en Occidente las costumbres, influidas por el galope tecnológico. Es imposible hallar algo parecido en el devenir humano.

Durante la prehistoria se necesitaron miles y miles de años para pasar de la piedra tallada a la piedra pulimentada y de esta a la metalurgia y la vida sedentaria.

Para tomar conciencia de las rápidas mutaciones acaecidas en un periodo de, aproximadamente, medio siglo, nada más exacto que comparar, a vuela pluma, las vivencias de la infancia con las actuales, pues hoy lo que los Ilustrados del XIX llamaban, con énfasis, el progreso es un caballo desbocado en el que algunos ven el inicio de la decadencia, atreviéndose a vaticinar que en este siglo el imperio de los USA cederá su preponderancia a la China superpoblada.

Mientras tanto, recordemos algunos acaecimientos de la centuria anterior que, desde el presente, parecen antediluvianos. Hablar por teléfono con Alcolea --lo que hoy haríamos en un pispás con Nueva York o Pekín--, podía llevar 4 horas de espera. Lentitud que afectaba al viaje en ferrocarril, que se hacía con locomotoras de vapor por lo que, después de la peripecia, era necesario limpiarse la carbonilla, cosa difícil pues los cuartos de aseo con ducha eran un lujo asiático. Además, el agua para beber necesitaba que antepusieran un filtro con bujía porosa a los grifos de los que manaba achocolatada, fangosa.

En los calurosísimos estíos, dormíamos sobre colchones de lana que, en pleno agosto, convertían el descanso en martirio, acentuado por los numerosos casos de colitis que se curaban con polvos de Paregorina Gálvez y bebiendo estomagante agua hervida, enfriada en un especie de cajones pintados de blanco --las neveras-- donde introducían barras de hielo, ya que los frigoríficos --hasta que llegaron los Kelvinator-- eran un sueño tan americano como el aire acondicionado. Solo teníamos en invierno el brasero de picón y quien no podía encenderlo sufría sabañones colosales que no se curaban del todo hasta mayo, el mes de María.

Si pasamos de dichas penurias a los usos estrictamente sociales, nos hallamos, en primer término, con el machismo rampante que, en su vertiente jurídica, establecía que la esposa precisaba la autorización marital para tener una cuenta bancaria y el permiso paterno para salir del hogar antes de los 25 años de edad. Mientras tanto, las amas de casa --profesión: sus labores-- entretenían los aburrimientos haciendo encajes de bolillos para el hipotético ajuar de las niñas o, tal sus abuelas, bordando alfabetos con letras capitulares a punto de cruz. Situación que mejoraba algo si la mujer era maestra de escuela. Profesión en la que algunas, como doña Luciana Centeno, podían alcanzar el rango de directora.

Había un solo hospital tenebroso: el de los enfermos Agudos, en el caserón que hoy ocupa la Facultad de Filosofía. No existía la arcangélica penicilina y la enfermedad más temida era la tuberculosis, que poseía un halo romántico, desde que la Garbo interpretó a Margarita Gautier, sobrepasando el éxito de las películas patrióticas y de las folklóricas, repletas de casticismo andaluz, con el señorito calavera enamorando a la guapa tonadillera. Los entierros de los deudos eran seguidos por lutos interminables...

Y así podríamos continuar rememorando el 12 de octubre, que entonces era el día de la raza; denominación con tufillo nazi. A los sastres y modistas que decayeron con la llegada del prét-à-porter. A las procesiones religiosas a todo trapo. Al restaurante de Miguel Gómez con sus clásicos huevos al plato. A los escasos automóviles que llevaban incorporado un gasógeno para poder funcionar sin gasolina. A la única piscina pública, propiedad del constructor Mialdea, en la Ciudad Jardín.

Sí, podría continuar pero se nos acaba el espacio y con lo sobredicho se puede apreciar, a las claras, que nuestro primer mundo --hoy tan informatizado, tatuado, telemático y digital-- ha dado un aceleradísimo giro copernicano sin parangón histórico.

* Escritor