Manuel Mujica Lainez es un autor que no está de moda. Habría que preguntarse si alguna vez lo estuvo. Mucho antes de la idolatrización de la Reina de Dragones, El Unicornio es la más preciosista revisitación del medievo que este lector ha conocido. Pero cuando este escritor argentino la publicó, se abría un interregno entre la generación beat y el boom latinoamericano. De hecho, Mujica Lainez es casi un academicista al que le niegan las puertas del realismo mágico. Y ello pese a que el hada Melusina es todo un requiebro de fantasía que burla todas las supersticiones.

Y lo que tiene El Unicornio de sustentación onírica y estética de la Edad Media, lo es Bomarzo para el Renacimiento. He pasado cerca de esa localidad toscana donde se ubica el Jardín de esculturas monstruosas del más denostado de los Orsini, un linaje que también aportó condotieros y pontífices. Uno no puede dejar de mirar de reojo las similitudes literarias y biográficas entre el contrahecho Pier Francesco Orsini y el tartamudo César Claudio conforme las derivas de Robert Graves: ambos son supervivientes en tiempos convulsos, allá donde se fraguaba la enésima forma de modular el poder.

La visita del paisaje de la Toscana vuelve a reconciliarte con aquel verso de Jorge Guillén, que apuntaba a que el mundo está bien hecho. El estío desdibuja, pero no desmiente esa atribución como Patrimonio Mundial de la Humanidad a ese juego de colinas onduladas, pincelada con los cipreses que dibujan las sendas de magníficas haciendas, y cuyo máximo esplendor se sitúa entre San Quirico d‘Orcia y Pienza. Ves allí el trasfondo de la perspectiva que recuperaron los pintores abades del Trescientos, el avance certero del humanismo en la agrimensura que combina la mies y los campos de lavanda. En esa pujanza de la autoestima, en esa soberbia palaciega que acrecentaba la creatividad del mecenazgo tenía que aflorar el Renacimiento. De alguna manera, era el agradecido peaje de una Roma hibernada a esa tierra etrusca que en la Toscana se cuajó como un palimpsesto. Hay que acercarse al museo etrusco de Volterra para agitar, que no mezclar, el mito de Rómulo y Remo.

Pero si en algún lugar se me hace más palpable esa conexión entre los lares romanos y las alegorías pintadas por Botticelli es en las Termas de Saturnia. Hay una común asociación de este paisaje con la quietud y la placidez, ignorando la intensa actividad geológica de su subsuelo, como si los inquietantes brujuleos de los Medici se mantuvieran de manera inquebrantable. Las termas de Saturnia se sitúan en medio de una nada estética. Llama la atención que en una sociedad donde todo está mercantilizado y hasta se cobra por orinar, encuentras la ebullición de un manantial libre de impuestos, que democratiza el disfrute del agua calda y el lodo. Allí encuentras, a cielo abierto, una pequeña franquicia de los tepidarium, los lugares donde se fraguaban las conspiraciones o se hacía más grande el Derecho Romano. Me remonto a ese lugar de bañistas despojados de túnicas laticlanias, donde bajo el relajo del agua furibunda puedes acercar posturas con el contrario.

A las termas de Saturnia mandaba esa cohorte de mediocres heresiarcas, que anteponen con una descompensada frivolidad sus intereses personales. Trafican con el tiempo y con su incompetencia, cuando el primero pasa por ser nuestro bien más preciado. Meses más sin presupuestos, sin solventar las pensiones, sin engrasar la maquinaria del Estado. Que a nadie se les ocurra decir a los protagonistas de la sesión de investidura que son hombres del Renacimiento.

* Abogado